Cartas de amor a un domingo
Un poco de nuestros mayores, una cocina tan elemental que resulta frustrante. La paciencia que tuvieron nuestros abuelos para la vida, que es la que nos falta cuantos más políticos nos pasan
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Iniciar sesiónNos ha caído noviembre a traición, cuando menos lo esperábamos. Estábamos a nuestras cosas, a nuestras luces –con el horario de verano– y ahora nos hemos quedado a oscuras en este valle de lágrimas que va de aquí a marzo. Todo el invierno ante nosotros, ... todo diciembre y enero y después febrero y un termómetro helado. Hace un frío del carajo de repente. Hace Siberia en los Torozos y ya tengo los pies destemplados y no me los quitaré hasta mayo. Para apreciar las mañanas aquí arriba a tres grados hace falta escribir novelas. La luz densa sobre el páramo que no levanta, esa luz «rosa Valladolid» que escribió Sánchez Ferlosio, días que pesan. Aquí no pasan los días, aquí pesan. Y se sacan con esfuerzo cuando ya no queda nadie más para hacerlo. Los habituales del verano ya se han ido, quedamos cuatro para apreciar esta belleza fría. Los días lúcidos del jardín… porque mi jardín está más lúcido ahora que está lleno de Garci, de periodistas que escriben columnas con urgencia para contar sorprendidos en Madrid que aquí no pasa nada. Es decir, que aquí ocurre todo.
Voy juntando amigos bajo el mismo techo, hago estas últimas comidas del jardín como si no volviera a haberlas ya hasta la próxima, que será cuando Dios diga. El menú: sopas de ajo. ¡Viva la austeridad!
La civilización, los fines de semana, a los españoles nos entra por el gaznate. Vermú con el sol del páramo a la espalda. Este sol que es un sol frío, con astenia otoñal. Y es que hay días del año que el cielo se levanta pidiendo pan duro y ajos. Hay días que son para este plato. Soledad de los pueblos, platos hondos y cucharas. Platos sencillos. Las sopas de ajo que, según como se hagan, pueden ser también de pastor o de sartén, me lo enseñó mi amigo Mario. Y yo, mientras las como, pienso que son nuestra última oportunidad de dominar el mundo: de hacer entrar en calor a los protestantes, de epatar al resto. Las sopas de ajo son la vida lenta que se nos ha ido, las cosas sencillas, el esmero. Un poco de nuestros mayores, una cocina tan elemental que resulta frustrante. La paciencia que tuvieron nuestros abuelos para la vida, que es la que nos falta cuantos más políticos nos pasan. Así se fraguó la Transición, que no son lentejas –«si las quieres las comes y si no las dejas»–. Son sopa de ajo de un país que sabe de donde viene, de meter pan y agua en la cazuela. Y chorizo si lo hubiera. ¡Ay la matanza! Quién supiera hacer la matanza… Debería ser obligatorio en las escuelas.
Es noviembre y yo hago sopas de ajo para un montón de columnistas que están aprendiendo a Castilla. Es noviembre y escribo cartas de amor los domingos.
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