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El álbum de Galdós

Su amor por la antigua ciudad se plasmó tanto en su vida íntima como en su obra, hasta el punto de que existe un «Toledo galdosiano» a modo de sugestivo álbum de postales

El álbum de Galdós ARCHIVO ABC

POR MARIANO CALVO

Benito Pérez Galdós se cuenta entre los intelectuales que mejor han conocido y más incondicionalmente han amado a la vieja ciudad del Tajo. «Su amor por Toledo —escribió Gregorio Marañón— formaba parte de la vida íntima y literaria del escritor».

El propio Marañón nos legó un repertorio de interesantes anécdotas sobre las estancias toledanas del autor canario, que proporcionan una visión íntima y entrañable de su relación con la ciudad. Si a este conjunto de anécdotas añadiésemos las alusiones toledanas vertidas por don Benito en sus obras, tendríamos algo así como un mapa completo del Toledo galdosiano o, si se prefiere, un sugestivo álbum de postales toledano-galdosianas, cuyo resultado podría ser éste:

Pensión las Figueras

Cuando Galdós emprende la segunda parte de Ángel Guerra, decide instalarse en una sencilla fonda para convivir estrechamente con la gente toledana. El pintor Ricardo Arredondo le recomienda la pensión de las hermanas Figueras, que vivían en el nº 16 de la calle de Santa Isabel. Doña Agustina y doña Benita Figueras eran unas señoras hidalgas, venidas a menos, que admitían huéspedes en un ambiente familiar.

En Ángel Guerra se califica a las fondas toledanas como «rematadamente malas y bulliciosas», y Galdós sabía lo que decía porque se alojó en muchas de ellas.

Finca La Alberquilla

Don Benito pasaba temporadas en la finca de «La Alberquilla», situada en el meandro del Palacio de Galiana. De allí refería con entusiasmo cómo en cierta ocasión había encontrado una moneda romana mientras veía probar un arado de desfonde. Tampoco faltaban nunca sobre su mesa de trabajo unos manojos de palo-dulce procedentes de «La Alberquilla», que usaba para disminuir el consumo de tabaco.

Una tarde el escritor vio venir por el río una barca solitaria, que se había soltado desde el embarcadero de la escuadra real de Aranjuez, lo que le movió a interesarse por los intentos de navegación del Tajo.

En otra ocasión vio nacer a una corderilla completamente negra, destinada, por esta circunstancia, al sacrificio. Don Benito, para salvarla, se la llevó con él a Madrid, donde «Mariucha» engordó de tal manera que apenas dejaba sitio en los pasillos.

Puerta del Cambrón

Gran parte de su tiempo toledano lo pasaba Galdós en la casa del pintor Arredondo, junto a la puerta del Cambrón. Muchos días, el artista solía recoger al escritor en el hotel de turno en el que se alojara, y los dos amigos se echaban a callejear pertrechados de un manoseado plano de Toledo y un ejemplar lleno de anotaciones del Toledo en la mano. El escritor solía preparar la noche anterior el recorrido del día siguiente. Presumía de que nadie le aventajaba en el conocimiento de Toledo y recitaba con los ojos cerrados el itinerario más corto entre dos lugares de la ciudad; un juego en el que sólo podía competir con Arredondo.

El Valle y la Catedral

Acostumbraba a acudir Galdós todos los primeros de mayo a tocar el esquilón de la ermita del Valle con ocasión de la romería anual. Para ello atravesaba el río en barca y ascendía la pendiente mezclado con el gentío.

Más tarde regresaba, atravesando por segunda vez el río en barca, tal vez de noche, como la travesía que realiza Ángel Guerra: «…gozaba lo indecible con el espectáculo de las márgenes de áspero cantil, que a la luz de la luna ofrecen un claro oscuro pavoroso y sublime, paisaje dantesco en el cual las calvas peñas, la corriente cenagosa y arremolinada, la barca misma, hermana de la de Aqueronte, sobrecogen el ánimo y encariñan la voluntad con las arideces de la vida ascética».

El fervor de Galdós por la Primada, que él definió como «una enciclopedia de catedrales», no tenía límites. Aprendió a conocerla con el pintor Arredondo y con el canónigo Sanguera, pero, también junto a Mariano, el campanero sordo que moraba en la torre de la Catedral. Éste enseñó a Galdós todos los toques de las campanas, y don Benito solía ensayarlos mientras comían, haciendo badajo con un cuchillo en jarras y copas. Marañón cuenta cómo guardaba en su mesilla un vaso de noche descomunal de porcelana que había sustraído de la casa de huéspedes porque resonaba como la campana mayor; y lo hacía tañer con su bastón para despertar a su sobrino cuando tenían que madrugar.

Una vez recogió una piedrecilla en la fuente de los Doce Cantos y la introdujo en la boca de una de la bichas de bronce que sostienen el púlpito del Evangelio. Y todavía hoy la piedra sigue donde Galdós la puso, como un entrañable relicario galdosiano.

Los conventos

Las «iglesias de monjas» constituían itinerario habitual del escritor en sus paseos con Arredondo, y en ellas se colaban a primera hora de la mañana mezclados con las beatas más madrugadoras. A Galdós le encantaban las salmodias que se cantaban en los conventos, y a veces se encontraba con inesperados sucesos, como la interpretación del vals de La Traviata, que de modo insólito tocó en los oficios una de las religiosas de Santa Isabel.

Solía pedir a las monjas Jerónimas de San Pablo que le dejasen el alfanje con el que se aseguraba que fue degollado el santo tutelar, ocasión que el escritor aprovechaba para afilar a escondidas la punta de su lápiz.

También le encantaba disfrutar del silencio reinante en la plaza de Santo Domingo el Real, uno de sus predilectos por la soledad patética de la plaza, en la que solía sentarse para, pacientemente, comprobar el tiempo que tardaba en pasar un transeúnte.

El Tránsito

El aprecio de Galdós por el barrio de la judería nos lo revela el que el banco en se sentaba a reposar todas las tardes en el jardín de su casa de Santander estaba hecho con trocitos de azulejos recogidos por él mismo en la judería toledana. Éste era para Galdós un barrio desafortunado, testigo de la intolerancia y el odio generados por las diferencias religiosas.

El entorno del Tránsito aparece en El audaz como «un lugar propio de la exaltación romántica de una novela zorrillesca». Pero lo más sorprendente es que Galdós tenía a este barrio como idóneo para el éxito de un alzamiento revolucionario. «Si el lector —escribe Galdós— no ha paseado alguna vez por las revueltas, estrechas y empinadas vías de comunicación de la ciudad imperial, no comprenderá cuán a propósito es para una revolución, por ofrecer inmensas ventajas estratégicas de defensa y tener pésimas condiciones para el ataque».

El Monasterio de San Juan de Reyes era uno de los lugares preferidos de Galdós para los paseos vespertinos, Pero no todo era de su gusto en el monasterio: Le desagradaban el retablo y la iglesia, porque decía: «no sé que hay allí de discordante y anómalo». En cambio, le fascinaba el claustro porque en él se le representaba a la perfección el ambiente moral del siglo XV.

Se sabía de memoria detalles e historias sobre cada rincón y cada capitel de este claustro, ya que solía acompañar a su amigo Arturo Mélida en sus viajes semanales desde Madrid mientras éste se ocupaba de su restauración.

La calle del Locum, «cuya estrechez tortuosa —se dice en Ángel Guerra— hacía más densa la oscuridad que en ella reinaba», es donde se ubica la casa de huéspedes de Teresa Pantoja: A sus cincuenta y cinco años, era una «mujercita de tipo muy de Toledo, ojinegra, corta de estatura, suelta de miembros y de lengua, graciosa y ágil, cara de estas que a cierta edad se curten, y en una vida reposada, metódicamente vulgar y sin afanes, se conservan con cierta dureza reluciente y picoteada como una cáscara de almendra».

El patio de la casa era «de puro tipo toledano, mitad de empedradillo, mitad de baldosín rojo, muy limpio, recién fregoteado; las paredes como acabadas de enlucir; el patio ajardinado con matas de evónymus en arriates o en barriles pintados de verde; y a lo largo del zócalo azulejos descabalados de mil trazas y dibujos distintos, como procedentes de demoliciones de palacios o monasterios,…»

Hombre de Palo

Galdós ubica en la calle Hombre de Palo la casucha donde se reunían los conspiradores de El Audaz, la novela con trasfondo revolucionario en la que su protagonista, Martín Muriel, planea derrocar a Godoy. En aquel pequeño recinto, en el que apenas cabían treinta o cuarenta personas, se establece una Junta provisional de gobierno con el propósito de destituir a la familia Borbón y de convocar unas Cortes Generales, proclamando la soberanía de la Nación.

En la cercana calle Chapinería se encontraba la casa de Martín Muriel, «una casa lóbrega y escondida» que le serviría de refugio para tener controlado al barrio.

Zocodover

En Ángel Guerra, Zocodover se describe como el centro del universo toledano, especialmente después de la misa del domingo. Galdós solía almorzar a menudo con su sobrino y Arredondo en Granullaque, en la plaza de Barrio Rey, «en el mismo aposento reservado —nos dice Marañón— en que Ángel Guerra y el padre Casado celebraran su conferencia sobre las tentaciones de la carne».

La plaza de Zocodover es descrita por Galdós como el lugar a donde llegan los coches de la estación de tren, tras un viaje que dura tres horas desde Madrid, y donde, al poner el pie en la plaza, los forasteros sufrían el implacable acoso de una bandada de famélicos chiquillos metidos a oficio de cicerone.

A Galdós le desagradaba el antiestético conjunto de casas que rodeaban la plaza de Zocodover porque, como dice en Las Generaciones Artísticas: «no tiene la suntuosidad moderna ni la fealdad interesante de lo antiguo. Los mezquinos portales que existen allí, como en todas las ciudades de Castilla, para solaz de los tachueleros, chalanes y carniceros, le dan una triste uniformidad».

Puente de Alcántara

En El Audaz, la despechada Susana se dirige al Miradero para acabar suicidándose en el Puente de Alcántara. «Su grande arco de medio punto —escribe Galdós—, al reproducirse en las aguas del río en las noches de luna, parece un inmenso agujero circular abierto en una gran masa de tinieblas formadas por los peñascos de ambas orillas y por las murallas y paredones que las rematan en la parte oriental. Por debajo de este arco, suspendido a grandísima altura, corre el Tajo espumante y rabioso, tropezando en las peñas de la orilla. Nada hay allí de apacible, como sucede en las márgenes de los demás ríos: todo es imponente y temeroso».

El Alcázar

A Galdós le entusiasmaba el Alcázar, «ennegrecido por los años», especialmente por sus impresionantes vistas. En El Audaz, se convierte en el punto de mira de Susana, que observa desde allí la ciudad en llamas: «El incendio iluminaba toda la población, y las torres, los altos miradores, las chimeneas de la ciudad goticomuzárabe, proyectando su desigual sombra sobre los irregulares tejados, parecían otros tantos espectros de distinto tamaño y forma, descollando entre todos la torre de la Catedral, que parecía cuatro veces mayor de lo que es, teñida de un vivo fulgor escarlata, y presidiendo como un gigante vestido de púrpura aquel imponente espectáculo».

Su visión del Tajo no es menos sangrienta: «Por el Tajo nos parece que corre sin cesar la ilustre sangre de tantas luchas, sangre goda, árabe, castellana, tudesca y judía, vertida a raudales en aquellas calles durante diez siglos de dolorosas glorias».

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