La metamorfosis de Grande-Marlaska
Mucho ha cambiado aquel joven juez bilbaíno que se instaló en Madrid en 2003 y que hoy es ministro del Interior
De héroe a villano. Pocas personas han conseguido acumular tantos elogios y tantas críticas en momentos distintos de su vida como el hoy ministro Fernando Grande-Marlaska. Baluarte de la lucha contra ETA y adorado por las víctimas del terrorismo durante sus años como juez ... en la Audiencia Nacional, sus 'black fridays' en el acercamiento de presos etarras le han convertido hoy en una de las peores pesadillas y decepciones de quienes hace solo un año le adulaban . No es el único contratiempo al que se enfrenta el ministro, con críticas en el terreno de la inmigración y una polémica por el cese de un coronel que puede costarle el puesto. Desde que Marlaska colgó la toga, escenificó su ruptura con el PP –que le propuso como vocal del CGPJ y al que se ofreció como fiscal general– y aceptó formar parte del Gobierno de Pedro Sánchez, la sombra de la polémica le persigue. Hasta quienes eran sus amigos dicen que ha cambiado. Esta es la metamorfosis de un juez que colgó la toga.
El juez que se dejó querer por el PP
Pocos habrían imaginado que 17 años después de aterrizar en la Audiencia Nacional ese joven tímido, educado y sin aparentes aires de grandeza que venía a hacerse cargo del juzgado de Baltasar Garzón iba a convertirse en ministro del Interior de un gobierno socialista. Grande-Marlaska era entonces un gran desconocido. Llevaba apenas un año en un juzgado de Instrucción de Madrid después de haber ejercido la mayor parte de su carrera en la Comunidad Autonónoma que le vio nacer, el País Vasco.
Sensibilizado hasta la médula con las víctimas del terrorismo –en las páginas de este diario recordaba el drama que suponía que en los años de plomo de ETA tuvieran que enterrar a sus muertos de noche «para no provocar»–, fue recibido con los brazos abiertos por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, especialmente por la Guardia Civil, con la que trabajó codo con codo en la lucha contra el terrorismo. Su perfil discreto, independiente y en aquellos primeros momentos alejado de un foco mediático que siempre apuntaba al juez Garzón, le hizo merecedor de elogios, algo a lo que sin duda contribuyó su valentía en la lucha contra ETA –de la que él mismo fue objetivo– y su entorno. Grande-Marlaska desempolvó el chivatazo a ETA cuando Garzón estaba ausente, y se desplazó al bar Faisán de Irún para controlar personalmente los registros . Curiosamente Grande-Marlaska tenía entonces muy claro que las negociaciones que entabló ETA con el Gobierno para que dejara de matar no podían dejar impunes hechos delictivos, y que la Justicia tenía que actuar al margen de las decisiones políticas. Quizá por ello, en plena investigación del Faisán, pidió a los agentes que actuaban como policía judicial que se abstuvieran de informar a sus superiores, lo mismo a lo que el año pasado emplazó la juez de Madrid a los agentes que investigaron el 8-M, una reserva que en este caso, siendo ya ministro, Grande-Marlaska no entendió.
En aquellos tiempos el juez bilbaíno no compartía la teoría del entonces fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, aquella de que las togas tienen que mancharse con el polvo del camino . Lo demostró cuando aquel 26 de mayo de 2005 ordenó el ingreso en prisión del portavoz de la ilegalizada Batasuna Arnaldo Otegi por su presunta integración en la banda terrorista ETA en «grado de dirigente». El hoy socio del Ejecutivo al que Grande-Marlaska pertenece había sido citado para explicar su presunta participación en la financiación de ETA a través de las herriko tabernas. Lo que no se imaginaba es que iba a salir del juzgado esposado y camino a la cárcel de Soto del Real. «¿Esto lo sabe Conde-Pumpido?», preguntó sorprendido Otegi en los pasillos de la antigua Audiencia Nacional. Abajo, en la calle Génova, una multitud se congregaba con banderas de España para mostrar su apoyo al juez: «¡Marlaska, no te achantes!» , le gritaban. Y vaya si no se achantó.
A partir de ese momento comenzó a aumentar su popularidad en la lucha contra ETA y su entorno, y de paso se dejó querer por el Partido Popular , que, tras su paso por el Juzgado de Instrucción número 3 –donde archivó las responsabilidades políticas del Yak-42 –, colaboró en su ascenso a la presidencia de la Sala Penal de la Audiencia Nacional. Fue en 2012. Solo un año después saltaba al CGPJ, como independiente, eso sí, pero propuesto por el PP , el mismo partido ante el que se postuló sin éxito como fiscal general del Estado tras el fallecimiento de José Manuel Maza. Poco después el PSOE llamaba a su puerta.
El político con la toga en el perchero
«Soy un técnico en un Gobierno socialista». Así se presentó Fernando Grande-Marlaska en su primera intervención como ministro ante la Comisión de Interior del Congreso el 4 de julio de 2018. Habló de tres grandes claves: transparencia, certeza y seguridad y las aderezó con una frase de Cicerón: «La evidencia es la más decisiva demostración». Tres años después, enfundado ya en el traje de político con campañas electorales incluidas, las evidencias le han colocado en un equilibrio inestable. Salvo las vacunas –de momento– no hay charco que no le salpique. Los dos últimos, con trasfondo jurídico, amenazan con dejarlo a la intemperie. La partida judicial sobre el futuro del coronel Diego Pérez de los Cobos es la que más le puede desgastar . Si la Sala valida el fallo de la Audiencia Nacional y considera el cese del jefe de la Comandancia de Madrid ilegal, la opinión mayoritaria es que Pedro Sánchez dejaría caer a su ministro-juez. De fondo, el enfrentamiento evidente con la otra ministra-jueza, Margarita Robles, que ninguno de los dos se preocupa ya por disimular.
El penúltimo capítulo De los Cobos es la resaca de lo que ocurrió en mayo del año pasado cuando Marlaska lo cesó en teoría por no informar sobre la investigación judicial contra el delegado del Gobierno en Madrid. Las versiones sucesivas dadas por el ministro complicaron un episodio que la Guardia Civil vivió y vive como una afrenta . La segunda de calado tras el cese, nada más llegar al ministerio, del jefe de la UCO, Manuel Sánchez Corbí, de quien era amigo personal.
El exjuez tiene sobre la mesa la petición de dimisión de PP, Cs y Vox. Ni es la primera vez en su mandato, ni han sido los únicos que la han pedido. Unidas Podemos cuestionó a finales del año pasado la continuidad de Marlaska a raíz de la crisis migratoria en Canarias, con un muelle-cárcel atestado de personas, las islas al borde del colapso y un cruce de mensajes envenenados e inútiles entre departamentos del Gobierno.
Marlaska, que no esconde su preocupación por la gestión migratoria, ha sacado el mazo en algunos momentos –siguieron las devoluciones en caliente en la valla de Melilla pese al tirón de orejas de Europa– y ha abierto la mano en otros (traslados a la Península de inmigrantes negados por el Gobierno durante semanas). A la vez, ha sido el representante de España en África con viajes a los países de origen para cerrar acuerdos migratorios que frenaran las llegadas y contra el terrorismo.
El terrorismo le persigue. Fue objetivo de ETA, la combatió y desde que colgó temporalmente la toga se ha convertido en la bestia negra para algunas víctimas. Los 'viernes de Marlaska' son los de los acercamientos de presos etarras – 173 de 193, según la AVT– con Parot y Troitiño como símbolo de escarnio. «Si creen que vulnero la ley, llévenme a los tribunales», desafió el ministro en el Congreso el mes pasado. Él se escuda en la legitimidad que los ampara, pero le duele el cuestionamiento de las víctimas a las que prometió que quienes tuvieran sangre en las manos no se beneficiarían.
Esa dualidad la vive a diario porque viste los dos trajes, el de técnico y el de político, mal que le pese. Sus críticos sostienen que ha arrinconado el de juez con actuaciones impropias . «Haga lo que haga me van a criticar», suele decir a su equipo.
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