20 años sin Nina Simone, la revolucionaria que fue la mejor artista de la historia
El activismo político fue tan fuerte como la pasión por la música para la artista estadounidense, fallecida el 21 de abril de 2003
Muere a los setenta años Nina Simone, la mítica cantante que popularizó la música afroamericana
Nacho Serrano
Vade retro, etiqueta de cantante de jazz. Nina Simone fue muchísimo, pero muchísimo más que eso. La mejor artista de la segunda mitad del siglo XX, hombres incluidos, era una erudita de la clásica, del R&B, del soul, del canto lírico, del góspel ... del pop, del blues y de lo que se le pusiera por delante y le interesara, especialmente el folk. Sí, el folk sería la palabra que mejor aunaría lo que Eunice Kathleen Waymon fue como música. Sobre todo porque es el género que mejor conecta con otra cosa que también fue: una revolucionaria, una luchadora del pueblo.
De casta le viene a la galga. Su familia procede de una región de Carolina del Norte en la que alrededor de 1885, indios y vaqueros libraron algunas de sus contiendas más sangrientas. Ganaron los rostros pálidos, claro, e hicieron honor a su prurito civilizatorio capturando a Skyuka, el jefe indio y colgándolo de un árbol. La compañía ferroviaria llevó allí sus hierros y sus humos y construyó una estación y algunas viviendas para sus trabajadores, dando lugar a un nuevo asentamiento al que los nativos supervivientes quisieron poner el nombre de Skyuka, pero que finalmente fue bautizado Tryon City por mandato blanco, en honor al pico Tryon que se elevaba junto a ellos. Allí nació, en 1933, nuestra Nina Simone.
Su tatarabuela era una de las indias que había sobrevivido a la masacre. Se había casado con un esclavo africano y tuvieron una hija, también esclava, que a su vez contrajo matrimonio con otro esclavo. Su hijo, medio negro medio indio, se casó con otra mestiza, medio africana medio irlandesa, y tuvieron a la madre de Nina, una mujer por cuyas venas corría un multiétnico torrente de sangre potencialmente revolucionaria.
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El padre de Nina, un artista de variedades, también tenía ascendencia esclava, y después de desposar a la madre tuvo el empeño y la potra suficientes como para convertirse en un hombre de negocios al que no le fueron mal las cosas, de forma que a Nina y sus hermanos no les faltó prácticamente de nada en su infancia. Incluso tenían un órgano en casa. «Mis hermanos y hermanas se peleaban para llegar hasta él los primeros y luego se empujaban, disputándose el taburete», recuerda la artista en su autobiografía 'Memorias de Nina Simone. Víctima de mi hechizo' (ed. Libros del Kultrum), un formidable volumen donde se abre en canal para mostrarnos sus avatares personales, artísticos y también políticos.
«La música que más me gustaba era la de la iglesia de la santidad metodista», escribe la autora. «Sus reuniones de oraciones eran un gran alboroto, con gente que proclamaba su amor a Dios a gritos durante toda la noche. La música de acompañamiento tenía un ritmo increíble, sonaba como si proviniera directamente de África», un lugar que se convirtió en la casilla final de su búsqueda de identidad.
Nina había seguido el desarrollo del movimiento de los derechos civiles desde los tiempos de Rosa Parks, Martin Luther King Jr. y el boicot a los autobuses de Montgomery de 1955, sucesos que le hicieron comprender el poder de la acción colectiva. «Pero en aquel momento no llegué a pensar de qué modo podía —ni aun si debía— involucrarme de alguna manera en lo que estaba pasando», cuenta en sus memorias.
Su militancia se activó definitivamente cuando conoció a la activista Lorraine Hansberry, la primera de todos los escritores negros que obtuvo un gran éxito con una obra en Broadway ('Un lunar en el sol' en 1958), pero la revelación final llegó en su primer viaje a África, a finales de 1961. Voló a Lagos como parte de un grupo formado por unos treinta artistas e intelectuales afroamericanos bajo el cartel de la AMSAC, la Sociedad Estadounidense de Cultura Africana, para actuar en la inauguración de un nuevo centro cultural en la capital nigeriana.
«Por la ventanilla del avión vi kilómetros y kilómetros de selva, hasta que tocamos tierra y sentimos el golpe del calor brutal de África», recuerda sobre la experiencia. «Los tambores y las canciones de bienvenida se oían desde la pista de aterrizaje. Cuando llegué a la puerta del avión, vi multitudes por todos lados, músicos y bailarines, un pequeño grupo de políticos locales con sus atuendos tradicionales africanos esperando a los pies de la escalerilla, escolares que nos saludaban y corrían entre la gente. Nos quedamos todos allí, bajo el sol, parpadeando, mirando la celebración que habían preparado para nuestra llegada. Estábamos rodeados de rostros negros y experimenté por primera vez la relajación espiritual que siente todo afroamericano cuando llega a África. En el momento en que puse los pies en Lagos, no fue que sintiera que había llegado a mi tierra, pero sí supe que ese era un sitio especial, que África era importante para mí, y que siempre lo sería. La gente de Lagos me hizo sentir siempre bienvenida, pero yo no había llegado a Nigeria, sino a África».
Nina empezó a estudiar a fondo las grandes naciones negras de África y descubrió que «muchas de esas civilizaciones se habían desarrollado mientras Europa seguía sumida en el oscurantismo, pero que también hubo un tiempo en que los únicos pueblos civilizados de América del Norte eran los indígenas, culturas que aún no habían saboreado el yugo exterminador del hombre blanco».
Cuenta Nina que a finales de 1963, no bastaba con «simpatizar» con la causa de los derechos civiles. Había que tomar postura como artista de forma contundente. Y ella lo hizo llegando a convertirse en lo que ahora llamaríamos una 'canceladora'. Una vez, en Nueva York, fue a ver una obra de teatro con actores negros en el reparto y le pareció que los papeles que interpretaban eran «insultantemente denigrantes», de modo que subió al escenario en mitad del espectáculo, detuvo la interpretación y les pidió explicaciones de por qué se entregaban a «semejante bazofia». Uno de ellos le dijo avergonzado que necesitaba el dinero y la entretuvo mientras los dueños del teatro pedían un taxi para mandar a la espectadora ofendida a su casa. «La furia que sentí aquella noche casi me hizo perder la cabeza», rememora en una de las páginas más emocionantes de su libro. «Me subía por las paredes sin poder controlar mi indignación. Y así me sentía la mayor parte del tiempo cuando veía cuánto tenía que luchar mi gente para ocupar el lugar que le correspondía en Estados Unidos».
Se convirtió en una activista cañera, pero también cauta, ya que en el movimiento era extremadamente heterogéneo y había sectores que desplegaban un radicalismo con el que no acababa de identificarse. Como el liderado por el reverendo Louis Farrakhan, supremacista defensor del nacionalismo negro y líder de la organización Nación del Islam, que demandaba la creación de un país para su raza dentro de los Estados Unidos.
«Después de documentarme concienzudamente sobre los fines del separatismo saqué mis propias conclusiones», cuenta Nina en la autobiografía. «En un mundo dominado por blancos los negros siempre estarían sometidos, de modo que la idea de una nación negra separada, ya fuera en Estados Unidos o en África, tenía sentido. Pero yo no creía que hubiera diferencias básicas entre las razas: los que ostentan el poder utilizan todos los medios a su alcance para mantener oprimido al prójimo, y si la América negra estuviera al mando se valdría de la raza para oprimir a los blancos exactamente de la misma forma en que los oprimían a ellos. Todo el que alcanza el poder lo posee a expensas de otra persona, y para arrebatarle ese poder es indispensable hacerlo por la fuerza porque jamás lo entregará por decisión propia. Cuando llegué a tan desgarradora convicción supe que había dado un gran paso en la evolución de mi pensamiento político, porque caí por fin en la cuenta de que en realidad estábamos luchando por la creación de una sociedad nueva».
Así, las dudas nunca frenaron su militancia revolucionaria ya que a pesar de que la lucha «revestía una complejidad considerable para una persona como yo que tan solo quería participar activamente», como describe en su libro, entendió que «tenía gran importancia» que artistas como ella se implicaran en cuerpo y alma.
Y así fue como en 1964, impregnó su obra de espíritu revolucionario por primera vez abordando el racismo en la tremendísima tonada 'Mississippi Goddam' dedicada a Medgar Evers, el activista negro que había sido asesinado en la ciudad de Jackson por un miembro del Consejo de Ciudadanos Blancos (que se oponía a la integración en las escuelas), y también a las cuatro niñas negras que murieron en el infame atentado con bomba en Birmingham, Alabama. «Esta canción es como disparar diez balas contra los asesinos», dijo tras estrenarla.
África, Shangri-La de su despertar político y espiritual, fue destino de otros viajes en años posteriores. Visitó Marruecos, y más tarde, Liberia terminó de apuntalar su epifanía. «África. La palabra gira en mi cabeza», decía para sí cuando se presentó la oportunidad de volver para acompañar a Miriam Makeba al acto de investidura del nuevo presidente liberiano. «Me sentía seducida por mi hogar mítico. Mi África no tiene países, sino cientos de pueblos diferentes mezclados a lo largo de la historia en un cóctel desigual y obligados a dejar su semilla en una nación de exiliados ubicada en un país muy lejano: mi tatarabuelo, mi abuela, papá, mamá, yo».
Allí se quedó a vivir un tiempo, se enamoró y disfrutó de algunos de los mejores años de su vida. Pero antepuso la educación de su hija a su propio bienestar y terminó abandonando el país para que ella pudiera estudiar en Suiza, a pesar de que allí no tenía el ritmo de trabajo que necesitaba para apaciguar sus demonios internos, en los que aquí no cabe entrar. «Lejos de África y sin el respaldo de una carrera exitosa, me volví menos segura; volví a ser una mujer tímida, como lo había sido a principios de los años sesenta en Nueva York. Sin el empuje del movimiento, y sin las demandas constantes de entrevistas, fotografías y presentaciones púbicas, mi introversión, mi inseguridad, que había logrado mantener ocultas tanto tiempo, volvieron a salir a la superficie».
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Mudarse a París afortunadamente revertió la situación, al menos durante un tiempo, pues allí encontró «una maravillosa comunidad africana con personas de todos los países del continente» que le permitió crear su propia África en el corazón de Europa, «una suerte de África virtual». Pero el alcoholismo y el agravamiento de su trastorno bipolar, diagnosticado tras volver a cambiar de residencia a Holanda a finales de los ochenta, la sumieron en una reclusión que la alejó definitivamente de los estudios de grabación tras publicar la que sería su último disco, 'A Single Woman', en 1993. Con la leyenda ya atada y bien atada, se afincó ese mismo año en un pueblecito del sur de Francia, donde se enteró de que tenía cáncer de mamá poco antes del cambio de siglo. Siguió dando conciertos hasta finales de 2002, pero el 21 de abril de 2003, la enfermedad condenó a Nina Simone al retiro definitivo, y al mundo a quedarse sin ella.
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