Máximo Huerta: «Que haya que repetir un brindis para grabarlo ya define cómo es la juventud de hoy»
El escritor vuelve a los felices años veinte en su nueva novela, 'París despertaba tarde' (Planeta)
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Madrid
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Iniciar sesiónLa lluvia ha espantado a los pintores de la place du Tertre, ya un espejismo de lo que fue, así que toca imaginarlos, como tantas cosas en París: no es nostalgia, es Historia. Máximo Huerta (Utiel, 1971) –abrigo abierto, jersey de pescador, aún es invierno ... todavía– pasea por Montmartre recordando aquellos tiempos en los que la ciudad era una fiesta y no una resaca de turistas y cazaturistas. Ya en Sacre Coeur, en la capilla de San Ignacio de Loyola, mira al techo y dice: todo empezó aquí. Y entonces señala el mosaico del ábside, del taller Mauméjean, donde dos mujeres destacan (si te fijas, si merodeas con la mirada) por su ropaje. «¡Son dos falleras! La que está de perfil es una mezcla entre Kiki de Montparnasse y Conchita Piquer». Con ese detalle, asegura, empezó lo que ahora es su nueva novela, 'París despertaba tarde' (Planeta), un regreso a los años veinte de la mano de Kiki de Montparnasse y Alice Humbert, la protagonista de 'Una tienda en París'.
—París es una de sus obsesiones recurrentes. ¿Por qué ha vuelto esta vez?
—Esta novela ha sido como culminar una obsesión que tengo hacia esta época. Pero es que escribir es culminar una obsesión, y a mí los años veinte me fascinan desde hace mucho tiempo. Me parecen deslumbrantes, ingeniosos, insolentes. Tienen todo lo que puede gustarme para sentarme a escribir.
Cuando París era una fiesta y España la invitada de lujo
Juan Pedro QuiñoneroLa exposición 'El París de la Modernidad' (Petit Palais) ilustra las metamorfosis que sufrió la capital francesa entre 1905 y 1925
—Parece que más que una ciudad o una época en esta novela lo que describe es una juventud.
—Es que todos eran muy jóvenes y ya habían vivido una guerra. Solo tenían ganas de olvidar, de vivir una adolescencia nueva. Necesitaban olvidar la tragedia y la única forma de hacerlo era la fiesta, el deseo loco de un mundo nuevo, las risas, los placeres. Así que la efervescencia que todos tenemos en la adolescencia pronto se adueñó de la capital.
—Cita a Jean Moréas: «Los jóvenes están muy bien porque son absurdos». ¿Cómo ve ahora a la juventud?
—La juventud siempre es muy distraída. Porque cuando eres joven estás mirándolo todo, estás intentando viajar, ir en moto, ligar, fantasear con qué serás de mayor. Pero ahora lo que veo es un montón de móviles. Veo una juventud que se mira demasiado a sí misma y no mira alrededor. Que está todo el rato mirando a través de las pantallas. Creo que se están perdiendo la vida. A mí me divertía emborracharme, pero no me estaba intentando grabar mientras estaba bebiendo y brindando. O sea, que haya que repetir el brindis para grabarlo ya define cómo es esta juventud. Seguramente viene porque está deseando gustar. Todos queremos que nos quieran, pero ese 'like' no es amor.
—Al principio de la pandemia hubo quien aventuró que todo iba a terminar con unos nuevos felices veinte, igual que después de la Primera Guerra Mundial. Pero eso no ha ocurrido. Todavía.
—No ha ocurrido porque hay algo que no tenían entonces, y era miedo. Y ahora sí. Ahora tenemos miedo a no gustar, tenemos miedo a hacer cosas nuevas, a sentirnos ridículos. Tenemos miedos de todo tipo. En cambio, en 1920 le dieron un puntapié al siglo XIX y a lo que representaba: a las formas, a los buenos modales. Fueron diez años de una intensidad inaudita, y consiguieron algo que ahora no hacemos, y es conjugar la locura. Y todo eso lo hicieron con menos posibilidades que ahora. Con muchas menos posibilidades hubo vanguardia, hubo alegría.
—Hay mucha pobreza en la novela.
—Es que es lo normal en ese tiempo era ser pobre. Otra cosa es que alargaran la alegría, pero Francia era un país con casi dos millones de muertos, con cuatro millones de heridos, tullidos, intoxicados, traumatizados, mutilados. Con ese panorama de pobreza y de un muerto en cada familia era imposible olvidar el dolor. Pero había un deseo de reconstrucción muy potente.
—Dice Kiki: «No es que me lleve mal con la tristeza, pero ya la viví».
—Ella vive con intensidad esa época deslumbrante y es consciente de dónde viene. Viene de la pobreza y por eso sabe reconocer la alegría. Es la encarnación del espíritu de que todo es la última noche. De que todas las fiestas son la última fiesta. Era una actitud muy dadá. Se gastó la vida, y eso es bueno. Hay que arriesgarse, porque nos vamos a morir.
—¿Su juventud fue así?
—No, no. Yo tuve una juventud muy gris, muy normal, muy rural. Los años veinte estaban dentro de mi cabeza, pero no en mi cuerpo.
—Por cierto, ¿es usted nostálgico?
—Sí, pero desde que soy un crío. Si he sido muy fiel a alguna cosa es a la melancolía. No como ñoñería o dolor, sino como una forma de calentar los recuerdos, de pasarlos por un filtro. La melancolía no me incomoda ni me genera tristeza. Para mí tiene un punto dulzón.
—¿París es una ciudad a la altura de su fantasía o le ha decepcionado?
—París está idealizada hasta para los parisinos. Los parisinos son conscientes de haber hecho la Revolución Francesa, son conscientes de los años sesenta, son conscientes de los años veinte. Y están muy orgullosos de eso. Es una ciudad idealizada, sí, tanto desde dentro como desde fuera. Pero yo creo que cumple las expectativas… París es una ciudad hostil, como un amante al que luego perdonas por las flores [y ríe].
—De toda galería de personajes reales que desfilan por la novela, ¿a quién resucitaría para pasar una noche?
—Me habría ido de fiesta con Kiki de Montparnasse, sin lugar a dudas. Lo más parecido a ella que tengo es Bibiana Fernández. Pero sí: Kiki. Me habría gustado ver en vivo cómo era la reina de Montparnasse. Se acabaron los años veinte cuando ella se acabó. Esto no es mío, es de Hemingway.
—¿Eran tiempos menos aburridos?
—Hay tiempos muy aburridos, sí. Y no lo digo porque tenga cincuenta y dos.
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