MÚSICA
Encuentro con la familia Morente: «Nuestro padre era un kamikaze, no le tenía miedo a nada»
ABC Cultural reúne en Plasencia a Estrella y Soleá Morente; su madre, la bailaora Aurora Carbonell, y la abuela Rosario para recordar al cantaor que revolucionó el cante jondo adaptando la obra de los grandes poetas al flamenco y colaborando con artistas de otras disciplinas como Leonard Cohen, Sonic Youth o Pat Metheny
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Iniciar sesiónSoleá Morente recuerda perfectamente el día que su madre, la bailaora Aurora Carbonell , fue a buscarlas a ella y a su hermana Estrella a la salida del colegio para llevarlas a los antiguos estudios Cinearte de Madrid. Enrique Morente estaba grabando aquella obra maestra ... titulada ‘Misa flamenca’ (BMG Ariola, 1991) y quería que sus hijas le echaran una mano con los coros. «Éramos muy pequeñas, yo tenía 5 años y mi hermana 10. Aparecimos con el uniforme de clase y el bocadillo de la merienda. Nada más vernos, nos dijo que nos pusiéramos los cascos y que cantáramos eso de…».
En ese momento, sin hacerse ninguna señal, Soleá, Estrella y Aurora empiezan a entonar juntas un fragmento del texto de Juan de la Encina, el poeta leonés de principios del siglo XVI, que el cantaor adaptó para el tema de ‘Salve’ : «¡Vida mía, vida míaaaaaaaa!». Son solo tres o cuatro segundos, pero les arranca una pequeña sonrisa, como si se hubieran teletransportado a aquel estudio junto a la Plaza Mayor a principios de los 90.
—Soleá: ¡Yo flipaba mirando a Estrella! Era la primera vez que me escuchaba por unos cascos.
—Estrella: Fue el primer disco en el que cantó Soleá, que prácticamente acababa de dejar el chupete. No sé si te acuerdas de que no parabas de decirle: «¡Papá, me oigo muy fuerte!». Él contestaba: «¡Pues mejor!».
—Aurora: Es cierto que se escucha mucho la voz de Soleá en la ‘Misa flamenca’, su tono era todavía muy infantil y sobresalía.
El salón de actos del Ayuntamiento de Plasencia –la ciudad donde los premios Pop Eye han rendido homenaje a Morente, en una ceremonia que debió celebrarse el año pasado de no ser por el Covid, coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte– está ya vacío cuando realizamos la entrevista. No llevamos ni cinco minutos sentados en uno de los pequeños bancos de madera, cuando Aurora interrumpe la charla: «¡Oye, que la abuela quiere contarte algo!».
Rosario Muñoz, también bailaora en sus años mozos, lleva un rato escuchando en silencio como su hija y sus nietas recuerdan a su yerno, cuyo inesperado fallecimiento en 2010 –a cuatro días vista de ser condecorado con la Legión de Honor francesa y con una denuncia por negligencia médica de por medio– les rompió el corazón. El mundo del flamenco perdía al gran renovador del cante, a «la vanguardia misma», como le calificó su amigo José Manuel Gamboa , guitarrista, escritor, Premio Nacional de Flamencología y productor de varios de sus discos.
Rosario vivió de cerca la historia de amor de su pequeña Aurora con Morente cuando ambos coincidieron en el Café Chinitas , en 1978, y fue la primera persona que tuvo a Estrella entre sus brazos cuando nació en Granada, en el verano de 1980. «Mamá, ¡cuenta lo que querías!», insiste Carbonell con cariño. Y se arranca: «Es que no sé si pega mucho, pero es que me he acordado de tu primer parto. Enrique y yo estábamos solos esperando en el hospital y comentó: ‘¡Me voy abajo a tomar algo, que estoy muy nervioso!’. A los pocos minutos salió la monja con un bebé. Le dije que era su abuela y me dejó cogerla. Justo en ese momento lo vi subir corriendo por las escaleras mientras preguntaba: ‘¿Qué es? ¿qué es?’. Le dije que era una niña y soltó: ‘¡Bien, ya he encontrado a mi estrella!’».
El cantaor se refería al tango del mismo nombre que había incluido en ‘Despegando’, el disco que había publicado junto al guitarrista Pepe Habichuela , tres años antes, en el que cantaba: «Estrella, si te encontrara, me darías la fuerza que necesito para vivir en este mundo de confusiones, misiles y motores». Un trabajo innovador y experimental que supuso un punto de inflexión en su carrera y en la historia del cante jondo, en el que continuó la senda abierta poco antes de adaptar poemas de Miguel Hernández y Antonio Machado .
En palabras de Enrique: «Es un álbum con una serie de influencias que recibes cuando ya no eres un cantaor recién salido del Albaicín. He recorrido muchos países americanos y europeos y vivo en Madrid. Este hecho implica un conocimiento de formas musicales que se pueden aplicar perfectamente al flamenco, pero también soy un aficionado. Eso quiere decir que estudio y conozco en profundidad el cante clásico, el de Juan Talega , la Tía Anica la Piriñaca y Antonio Mairena ».
Entre dos mundos
Esta bipolaridad es clave para entender la filosofía creativa de Morente. Ese mismo año, de hecho, se empeñó en sacar otro trabajo aparentemente antagónico que apelaba al clasicismo más puro y al respeto a los antiguos maestros: ‘Homenaje a don Antonio Chacón’. Tenía 35 años y demostraba un dominio de la tradición fuera de lo normal, en un álbum doble con veinte cantes de figuras, incluso, del siglo XIX, como Silverio Franconetti , La Trini o Curro Durse , que le valió el Premio Nacional de Música Popular Española otorgado por el Ministerio de Cultura.
Así explicaba Morente esos dos mundos: «Es verdad que con ese disco di un paso atrás. Son esos pasos hacia delante y hacia atrás que, como explicaba alguien que ya no está de moda, hay que dar. La vida es un poco así. Como decía Pepe el de la Matrona [histórico cantaor nacido en Sevilla en 1899]: ‘¡Vamos a ver, señores, les estoy diciendo a ustedes que para saltar de aquí a allá tienen que coger carrerilla para poder saltar más lejos! Si no se preparan bien, no llegan ni de aquí a la mesa’».
Enrique hizo suyo ese consejo y comenzó a derribar un muro tras otro, con un ojo puesto en la tradición y otro en la innovación, siempre con la ayuda cómplice de su mujer y de sus hijos, que este mismo año han publicado tres nuevos trabajos: Estrella, ‘Leo’ (Universal); Kiki , ‘El cante’ (Universal), que no está presente en nuestro encuentro, y Soleá, ‘Aurora y Enrique’ (Elefant). Este último, un homenaje precisamente a la historia de amor que vivieron sus padres.
—¿Es un álbum que les debía?
—S.: Son canciones que escribí durante el confinamiento y, después, me di cuenta de que las letras hablaban de esa historia. Me salieron en el momento en que todo se tambaleaba y había miedo, que es cuando uno recurre a las raíces, a la gente que le quiere. Por eso es un homenaje a ellos.
—En la portada su madre aparece en primer plano. ¿Trataba de reivindicar su figura, sabiendo que su padre siempre fue la cara famosa de la familia?
—S.: Sí, y también una forma de entender su relación, porque para él los primeros siempre fuimos mi madre y nosotros, es decir, el amor. De hecho, cuando le preguntaban quién cantaba mejor en casa, decía: «’La Pelota’, mi mujer». Nosotros también lo decimos, por eso el nombre de mi madre aparece primero en el título.
—E.: Ella siempre estaba pendiente de todos, pero cuando se arrancaba a cantar, lo ponía todo patas arriba. Igual que en Huelva, que cantan de todo, pero cuando alguien se lanza con un fandango es señal de que la fiesta se ha acabado. Eso pasa con mi madre.
—Enrique no le dio tiempo a escuchar los discos de Soleá ni de Kiki, a diferencia de los de Estrella…
—S.: ¡Sí, sí, los míos sí! Yo grabé una serie de maquetas con él que iba a ser mi primer disco, pero desafortunadamente no nos dio tiempo a terminarlo. Los posteriores ya no, claro.
—A.: Recuerdo que estuvo muy involucrado al principio con Soleá.
—Pero Soleá, usted publicó su debut en solitario en 2015, cuando tenía 30 años, cinco después del fallecimiento de su padre. ¿Tanto tiempo estuvo trabajando en él?
—S.: ¡No, qué va! Estuve estudiando Filología Hispánica y, al mismo tiempo, fui asistente de mi padre en sus últimos años. También hacía coros para él y para mi hermana Estrella. Cuando me licencié, recuerdo que le pedí que me ayudara a decidir qué camino tomar. Me dijo: «Bueno, selecciona varias canciones, nos bajamos al estudio, las grabamos, intentamos hacer un disco y, si te mola, pues lo compartes con el público. Si no, pues para ti y tus amigas». Realmente ese es mi disco más importante, que… mmmm… todavía no ha salido.
—E.: Me acuerdo perfectamente de esas grabaciones, con mi padre haciéndole las palmas en las cumbias y esa ‘Rumba chamelona’ que le preparó. El día que vea la luz… ¡Buah! A mi hermana le pasó como a mí con ‘Autorretrato’ (EMI), que estábamos terminándolo cuando a mi padre le pasó lo que le pasó.
—Estrella lo publicó. ¿A que está esperando usted, Soleá?
—S.: Bueno… ya lo sé. Estoy en ello, pero… a ver. Siempre tiro para otros sitios, aunque mi proyecto principal siga siendo ese, lo que pasa es que me impone tanto y es tan sagrado para mí, que decidí evadirme un poco, tener esa etapa de investigación y experimentación. Aún así, estoy trabajando en él y espero que salga con Isidro Sanlúcar [guitarrista y productor].
—E.: ¡Ay, qué notición!
—¿Qué pasa?
—E.: Que no lo sabía y me acaba de dar una alegría tremenda.
—S.: Bueno, Estrella, es que Isidro también conservó aquellas maquetas, ¿te acuerdas? La vida me ha llevado por un camino y he ido casi a disco por año, pero esto necesita su tiempo.
—A.: La verdad es que ellas dos han estado presentes en los mejores discos de Enrique desde pequeñas. En ‘El pequeño reloj’ (EMI Odeón, 2003), ‘Omega’ (Discos Probeticos, 1996), en la ‘Misa flamenca’...
—Una década después de su muerte, ¿ha cambiado su perspectiva de lo que hizo en el flamenco?
—A.: Sí. Dejó un trabajo tan avanzado a su tiempo que ahora tengo la sensación de que nunca se quedará obsoleto, de que seguirá siendo más actual que nadie en el flamenco.
—Aurora, cuando empezaron a salir, ¿a Enrique le preocupaba lo difícil que era ganarse la vida con el cante o las críticas de los puristas?
—A.: No, nada. Era un volcán que nunca se detuvo. Un kamikaze al que no le daba miedo nada. El eje de su vida era la libertad. El dinero nunca le importó. Un día me llevó a la Alpujarra, a una casita que tenía muy pequeñita, sin nada, y cuando le pregunté que dónde íbamos a dormir, me dijo: «En el tejado». Me puso su chaqueta y ya. Lo hizo más veces.
—E.: En ningún momento antepuso el dinero a cualquier cuestión de índole creativa. Recuerdo comentarle que me habían invitado a cantar sin cobrar, pero que era algo interesante, y decirme: «¡Coge el avión y vete corriendo ahora mismo!».
—¿Siempre les hizo partícipe de su labor creativa?
—E.: ¡Y más nos valía! Sabía respetar cuando estábamos jugando y no nos castigaba ni nada, pero le cambiaba totalmente el semblante si algún día no queríamos participar en algo. Le daba un poco de rabia que no fuéramos conscientes de algo interesante que estuviera haciendo. Por ejemplo, cuando quedaba con Leonard Cohen o si venía a casa Pepe Habichuela, Riqueni , Tomatito o Pat Metheny . Nos preguntaba si le podíamos ayudar y nosotros, a veces, le decíamos que preferíamos jugar. «¿¡Pero no os interesa nada de lo que hago!?», soltaba. Luego lo comentábamos entre nosotras: «¡Jo, me ha dicho papá que va a venir Pepe y quiere que le toquemos las palmas por tangos, ¡pero yo he quedado con mi amiga!». Para él eran cosas importantes de las que podíamos aprender, aunque no nos obligaba. Intentaba meternos el gusanillo.
—S.: Recuerdo el gazpacho buenísimo que se tomó Pat Metheny en casa.
—A.: Y Patty Smith o Michael Nyman , que se comió un cocido increíble. Pero, claro, cuando has estado con ‘Leonardo’, como le llamaba Enrique, en el camerino del Festival de Benicassim, con los chiquillos en brazos, te has ido a cenar con él y luego vuelves a quedar en Granada y Madrid, al final tienes la sensación de que es parte de la familia.
—¿Tantos músicos le buscaban fuera del mundo del flamenco?
—E.: Sí. Sonic Youth , por ejemplo, se volvían locos con él… Cuando vinieron a casa, le pregunté: «¿Pero de dónde has sacado a estos tíos?». Yo ni los conocía.
—S.: Steve [Shelley], el batería, estuvo durmiendo en casa 15 días, trabajando con mi padre. Mi madre le llamaba ‘Nesty’ [risas]. Le preguntaba, «Nesty, ¿qué quieres merendar?», y se meaba de risa. Era encantador, se hicieron superamigos. Mi padre los había visto tocar en el Primavera Sound y flipó, así que entró al camerino a conocerlos. Cuando se fue a presentar resulta que ellos ya sabían quién era él. Ahí empezó la conexión y decidieron también hacer algo juntos.
—A.: ¿Os acordáis que estuvo a punto de colaborar con Sting? Su gira iba a pasar por Granada y le buscó porque quería que cantara con él. Le envió varias canciones, pero la mala suerte quiso que al final no se encontraran [el concierto se celebró en julio de 2011, siete meses después de la muerte de Enrique]. Y estamos hablando de músicos, porque no te quiero contar la cantidad de escultores o pintores que pasaron por casa.
—E.: Hubo un momento en que le buscaba mucha gente, pero algunas estrellas no le caían bien o no conectaba con ellas, así que, cuando le invitaban, decía: «Vámonos a casa a comernos la tortilla que ha hecho mamá». Pasaba de la cena en la Alhambra y del hotel de lujo.
—Se le ha descrito como el cantaor más culto de la historia del flamenco. Cuatro años después de su debut ya revolucionó las letras del flamenco con su ‘Homenaje a Miguel Hernández’ (Hispavox, 1971), en el que adaptó por primera vez sus poemas.
—A.: Siempre decía que él solo cantaría letras de personas inteligentes, como José Bergamín, Neruda, Alberti, Lorca… insistía en que había mucho que cantar a través de los grandes poetas.
—E.: Una vez le oí comentar que la literatura era la única capaz de salvarnos y catapultarnos hacia el futuro, porque los libros nunca te engañan. De todas formas, a él no le gustaban esas etiquetas exageradas. Cuando le llamaban el «más revolucionario», respondía: «¿Revolucionario yo? Las revoluciones suelen ser sangrientas y a mí no me gusta la sangre». O si decían que derribaba muros, añadía: «Yo solo he usado palas y martillos cuando trabajaba de obrero». Siempre le quitaba hierro a lo que decían de él.
—S.: Cuando descubre a Miguel Hernández y las injusticias que le tocó vivir, dijo que su manera de escribir le había enseñado a cantar. Él impacto que el poeta tuvo en él fue brutal, por eso fue el primer flamenco que adaptó la literatura al cante jondo. Decidió hacerlo con él, porque considera que era una de las mayores víctimas de la historia, uno de los escritores peor pagados, teniendo en cuenta el legado tan importante que dejó. Ya sabéis, murió en la cárcel [como represaliado del franquismo tras la Guerra Civil]. Cuando la voz de Miguel Hernández se unió a la de mi padre, su cante se hizo mucho más poderoso.
—Pues publicó ese homenaje cuando Franco todavía vivía…
—E.: Cierto. Y cuando ETA asesinó a Carrero Blanco en 1973, cantó aquel fandango en el San Juan Evangelista de Madrid que decía eso de «Pa’ ese coche funeral/ no quiero quitarme el sombrero/ que la persona que va dentro/ me ha hecho a mí pasar / los más terribles tormentos» [Morente fue multado con 100.000 pesetas y su concierto suspendido]. Aquello le hizo inventar nuevas formas de hacer la revolución sin acabar en el calabozo, como le había ocurrido varias veces con Manolo Sanlúcar, sino en el Teatro Real.
—Todas esas influencias las introdujo de manera autodidacta…
—E.: Sí, se culturizó solo para salir de esa posguerra analfabeta cuando vivía en el Albaicín. Pronto tuvo claro que no podía cantar «La maté porque era mía», por muy bien que cantara por seguiriyas, ya que había respetar a las mujeres; o «Gitana que tú serás / como la falsa moneda / que de mano en mano vas / y ninguno se la queda». Al contrario, se enamoró de las pinturas de Maruja Mallo y de los libros de María Zambrano, pero no por postureo, porque nunca lo recuerdo aislado.
—¿A qué se refiere?
—E.: Te voy a contar una anécdota que ilustra muy bien cómo le gustaba compartir toda esa cultura. Nunca tuvo un despacho, como yo. Él tiró el muro que daba a la cocina para estar en contacto con todo ese ajetreo y la familia. Tenía que gritar para que paráramos la olla exprés cuando le llamaba Paco de Lucía, Fernando Trueba o Pedro Almodóvar. Su despacho era compartido con todo lo que sucedía en la casa.
—S.: A veces necesitaba intimidad y silencio, claro, pero la cotidianeidad era importante para él, con todos esos ruidos que también formaban parte de su creación.
—¿Recuerdan la última vez que le escucharon cantar?
—E.: Yo sí. Estábamos preparando un disco de copla con bandas municipales y se escapó de Madrid, donde estaba con mi madre, a Granada, porque tenía el compromiso conmigo como productor. Fue la semana en que ocurrió todo [dos días después regresó a Madrid y ya no pudo regresar a Granada]. Llegó con un papel con las letras escritas y yo le decía que no sabía cómo quería que las cantara. «¡Natural!», insistía. Recuerdo que se puso a cantar la copla ‘Romance de valentía’ [de Concha Piquer] y ‘El día que nací yo’ [de Imperio Argentina] para mostrármelo [Estrella se arranca a cantar el último tema]. Ese ensayo está grabado.
—A.: Yo escucho su voz por todos lados, no puedo decir concretamente cuándo fue la última.
—S.: Mi última vez fue en Torrelodones…
—E.: ¡Qué fuerte! Justo donde actúo esta noche. ¡Nunca habíamos hablado de eso! Si no lo sacas tú, nada…
—S.: Sí, fue cinco o seis días antes de que muriera.
—¿Actuó cinco o seis días antes de fallecer?
—S.: Sí. Es que mi padre estaba bien… pero no entremos ahí. La siguiente pregunta, por favor.
—La última cuestión es ‘Omega’ (1996), su disco más recordado en la actualidad y en el que ustedes también participaron. ¿Ese salto al vacío fue el que más le costó hacer?
—E.: Esa misma pregunta se la hice yo y me contestó que no, que lo más complicado había sido la ‘Misa flamenca’, un trabajo muy profundo en el que quiso guardar el máximo respeto a los textos sagrados. Me dijo que ‘Omega’ fue divertido. Se juntó un día con Lagartija Nick, se pusieron a tocar, surgió el ‘Poema para muertos’ y una cosa llevó a la otra.
—Pero Enrique siempre presumió de ser ateo.
—E.: Sí, pero tuve muchas conversaciones con él al respecto y un ateísmo un poco especial, porque creaba muchas veces desde el misticismo. Yo le decía: «¿Ves como en realidad no eres ateo? Es mentira». «¡Soy el más ateo de todos!», gritaba él, y yo le respondía: «¡Pues eres el ateo más creyente!». De hecho, era capaz de conectar con la espiritualidad de un coro gregoriano.
—A.: Recuerdo que le encantaba entrar en las iglesias por el arte. Tenía esa forma especial de sentir. Le he visto, literalmente, llorar con un cuadro de Édouard Manet en el Louvre. Hasta ahí llegaba su sensibilidad. Para mí eso también es fe. No hay que estar de rodillas para creer en algo. Lo que él rechazaba era la institución de la Iglesia y que las religiones habían estado detrás de la mayoría de las guerras de la historia.
—¿Entonces le recuerdan relajado en la grabación de ‘Omega’?
—A.: No sé… fue el disco en el que explotó.
—E.: Durante la grabación me dio a entender que iba a avanzar fuera como fuera. Si yo no podía estar en las palmas un día, iba a saco y buscaba a otra persona. Si estaba Eric [Jiménez, batería de Los Planetas ], fenomenal, si no venía David Fernández [Lagartija Nick]. Si no estaba disponible Juan Codorniú [guitarrista de Lagartija Nick], llamaba a otro porque había que ensayar. ‘Omega’ fue el compendio de muchas cosas que había sentido. Ese disco vivirá por encima de las circunstancias, de los músicos y de las discográficas. Es la expresión máxima de su libertad y de las cosas que quiso hacer.
—S.: Sí, es una bestia con vida propia.
—A.: ¿Queda mucho? Es que la abuela me está diciendo que tiene frío.
—E.: Yo estoy aquí muy a gusto charlando, pero bueno, vamos.
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