LIBROS
Londres
El escritor Miguel Herráez recorre el paisaje literario de la ciudad de George Orwell y nos transporta a los bombardeos de 1940, que alojaron una huella indeleble en la personalidad de los londinenses
MIGUEL HERRÁEZ
Las ciudades poseen sus propios olores y Londres huele un poco a apio, a recuerdo de guerra mundial, a niebla espesa (falsa niebla, smog, en verdad), a cerveza marrón oscuro de sabor caramelizado. Se huele eso en los barrios vivos, en Notting Hill, Camden Town, ... Covent Garden, y en aquellos otros que parecen un icono en blanco y negro, como Whitechapel, en la zona este, en una de cuyas esquinas subsiste el pub donde fue vista por última vez la también última víctima de Jack the Ripper. Es en este mismo barrio, en su parte más convulsa pero seductora, donde habitó Joseph Merrick, en el Royal London Hospital. Ayer traspasé la verja y entré por su puerta de arcos y ladrillos rojos indagando sobre «The Elephant Man». Al principio, desde detrás del mostrador de ingresos, no supieron decirme, creían que preguntaba por un paciente actual, pero luego, comprendiendo, me indicaron que accediera por un patio interior y que después girara por un pasillo y por otro pasillo y un pequeño jardín. Lo hice, cruzándome con personas en camillas, personas andando cabizbajas, algo ausentes, y médicos con batas y estetoscopios prendidos del cuello, y di con una sala completamente vacía. Ante una vitrina, entre manuscritos e instrumental quirúrgico decimonónico, vi los daguerrotipos de Merrick y del doctor Frederick Treves, vi el auténtico gorro con el trapo cosido con el que se protegía de la indiscreción el enfermo de Proteus.
Siempre he pensado que Londres es una ciudad que huele más que otras y que además se deja mirar. Del mismo modo que sé que los únicos que miramos con curiosidad desde la calle hacia el interior de las casas de Londres, esas casas al mismo nivel del peatón (las antiguas Upstairs-Downstairs, hoy alquiladas a tramos), somos los españoles. Lo hacemos cuando caminamos despreocupados por South Kensington, por Cranley, y no podemos evitar el ojear de refilón a alguien que bebe de un tazón apoyado en la repisa de una chimenea y su silueta se troquela apenas a tres metros en la ventana, una ventana sin rejas ni cortinas ni siquiera unos ligeros visillos protectores, o alguien en pijama tecleando un ordenador portátil en un sofá y bajo una lamparilla de diseño, alguien a quien no le importa lo más mínimo saberse observado. Lo hacemos, confesémoslo, cuando cruzamos por Elm Park Road hacia Old Church Street, con una cierta sensación de cometer un acto ilícito, por lo menos inquietante en términos de moral (calibrar a alguien en su intimidad), pero al mismo tiempo nos planteamos si no hay en esa dejación de los londinenses un cierto lado clandestino que anhela su propia y feliz exhibición pública.
El blitz (la Blitzkrieg o guerra relámpago) es uno de los imaginarios literarios de Londres que más me ha atrapado y muestra ese ser que es esta urbe y sus ciudadanos. El hecho de que desde el 7 de mayo de 1940 hasta el 16 de mayo de 1941 la Luftwaffe dejase caer sus siniestras bombas en las noches interminables, minando desde el East End y su prolongación hacia el centro de la ciudad (intuyo, a través de George Orwell y su «War Time Diary», la gente caminando hacia el amparo de las estaciones de metro de Chancery Lane, Oxford Circus, Baker Street), da la medida cotidiana de cómo caló la tragedia en la población, con sus cuarenta y tres mil muertos y su millón de viviendas afectadas en ese año, a la vez que generó una conciencia colectiva y su traslación a la imagen que al londinense le gusta tanto transmitir de sí mismo de ese período, que es la suficiencia de una entereza severa.
Hay una fotografía (hay muchas, ya símbolos de esa leyenda romántica) de un lechero que sonríe a la cámara mientras atraviesa una calle, calle repleta en su totalidad de escombros y con un grupo de bomberos a un lado intentando dominar un fuego. Viste la típica chaquetilla blanca abotonada (de un bolsillo le asoma la libreta ¿con los nombres y domicilios de los clientes?) y en la mano derecha lleva el contenedor de botellas de leche. Pese al caos apocalíptico, el hombre se ha levantado a la hora prevista y está realizando su tarea. George Orwell cuenta cómo en cierta ocasión, en 1940, le preguntó a su peluquero si, cuando empezaba el bombardeo, continuaba haciendo su trabajo como si nada, y éste le respondió que sí, salvo que el cliente optara por interrumpir el rasurado y decidiese buscar el refugio más próximo. La estación de Aldwych, por ejemplo.
En el Imperial War Museum, en Lambeth Road, se puede asistir a un simulacro del blitz y es posible también recorrer una vivienda tal como era con exactitud en esos días aciagos, con sus muebles de dormitorio (la figurita de peltre de un perro de caza en una mesilla), el cuarto de los niños con juguetes de hojalata, la cocina con sus platos de loza estampada en grises, una tetera color melocotón de pico romo, la salita con el sillón de cretona y sus puntillas en el reposacabezas junto a un aparato de radio, una Marconi de madera de seis voltios con las perillas y el dial de baquelita, desde la que salía la voz del corresponsal de la CBS Edward Murrow. Aquí se respira no un olor cualquiera, sino un intenso y reconfortante aroma violeta de orgullo civil.
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