Cardo máximo
El ruido y la furia
Volverán con la ilusión de haber respirado por unas jornadas una bocanada de aire fresco, un descanso que todos consideramos merecido y justo, un respiro en la vulgaridad de nuestras vidas de aluvión
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Iniciar sesiónLa proliferación de acentos de todas partes certifica la impresión de que han vuelto los turistas a llenar la ciudad, más allá de las estadísticas y los números oficiales que hablan de recuperación de los vuelos y los viajes. Los ves pasear con el móvil ... en la mano, guiados por esa aplicación que invita a girar en la Puerta Real por una inexistente «Alfonso Duodécimo» en la toponimia urbana hispalense. Si se pasara revista, no faltaría nadie. Los más clásicos siguen dibujando recorridos con el dedo sobre planos de papel como sólo un turista es capaz de pergeñar. Son familias enteras con abuelos y nietos deambulando en busca de una terraza donde tomar un café o reponer fuerzas a media mañana; parejas enamoriscadas que se hacen arrumacos mientras aguardan turno para sentarse; grupos de señoras arregladísimas que llevan puestas las eses finales como quien se echa un echarpe por los hombros; pandillas de amigotes con botas de siete leguas y tragaderas de siete litros de alcohol; grupos de guiris detrás del paraguas enarbolado; jovencitas casaderas despidiendo la soltería con la misma chabacana exhibición de antes de la pandemia; o interesados por el arte que se asombran con los picassos hospedados por un tiempo en el museo. Como ellos mismos, huéspedes de una ciudad que no es la suya.
Todos cansándose de andar para descansar del sedentarismo de sus vidas cotidianas. En pie camino de ninguna parte para regresar al mismo sitio del que partieron. Admirados de encontrar fuera lo que no les asombra dentro. Alejados de todo lo que es rutinario y previsible en sus trajines diarios para acercarse, sin rozarlo, al asombro y el prodigio. Las llamamos escapadas urbanas, aun sabiendo que el inglés, con su mayor capacidad para yuxtaponer conceptos, nos gana por la mano: 'city breaks'. Sería más apropiado llamarlos paréntesis vitales, como ese tiempo que se queda suspendido durante un fin de semana, por lo general un puente festivo, en el que nadie está en su lugar habitual: entrechocan las olas de viajeros de una punta a otra del país con un ímpetu que habíamos olvidado. Respiran los hoteles, suspiran los taberneros, expiran los problemas, aparcados por convención social mientras dura el tiempo de esta fiesta de las tiendas por lo civil que nos regalan los llamados «puentes de otoño».
Ya llegará el miércoles, ya volverán todos a formar en perfecto orden de batalla. Volverán con la ilusión de haber respirado por unas jornadas una bocanada de aire fresco, un descanso que todos consideramos merecido y justo, un respiro en la vulgaridad de nuestras vidas de aluvión, intercambiables en su mediocridad, olvidables en su prosaica exactitud de ruedas bien engranadas. Volverán con la ilusión de haber dejado atrás los mismos problemas que los esperarán a su regreso. Alejados del ruido y la furia –valga el título de la novela de Faulkner– como esta misma columna.
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