La Inmaculada en el cielo de Sevilla
Artistas como Francisco Pacheco, Zurbarán o Velázquez la pintaron asociada a la Giralda y la Torre del Oro
Julio Mayo
En algunas representaciones pictóricas del Siglo de Oro, la imagen de la Concepción figura emergiendo milagrosamente de entre aquella opulenta metrópolis que era Sevilla en los albores del siglo XVII, auténtica capital del imperio español, aunque no lo fuera de facto. A los pies de ... la Virgen se identifican elementos muy emblemáticos de la iconografía paisajística de la ciudad, como la Torre del Oro o la propia Giralda, cuyos iconos encarnan símbolos marianos preconizados en las letanías lauretanas que alaban la pureza de la Virgen María.
Hubo destacados pintores del Seiscientos que representaron a la Inmaculada contextualizada en este tipo de escenarios terrenales. El pionero de ellos fue el sanluqueño afincado en Sevilla, Francisco Pacheco, quien escribió el famoso tratado Arte de la pintura haciendo algunas recomendaciones iconográficas sobre el modo de representar a la Inmaculada, de las que versionó algunas conviviendo con una recreación en miniatura de la capital hispalense. En contraposición suya, el Greco pintó a la Inmaculada, aunque levitando sobre el cielo de Toledo, cuya ciudad acaparaba el Primado de la Iglesia española, contra lo que pujó la hispalense. Siguiendo el modelo de Pacheco, plasmaron también a la Inmaculada junto a Sevilla otros pintores como Zurbarán, con su Inmaculada Niña que guarda el Museo Diocesano de Sigüenza, o en su etapa juvenil Diego de Velázquez, discípulo y yerno del propio Francisco Pacheco.
Estas pinturas de la Virgen de la Concepción con la vista de Sevilla predican la implicación que tanto su Iglesia como el propio pueblo adoptaron en la causa inmaculista, cuyas reivindicaciones consiguieron elevar ante el mismísimo Papa, al tiempo que denotan el florecimiento económico, social y religioso que disfrutaba en aquel momento uno de los emporios con mayor prosperidad comercial y más densamente poblado de Europa.
Francisco Pacheco
Este teórico y maestro de grandes pintores es el autor de una serie de Inmaculadas dispuestas sobre la silueta de Sevilla, junto a las que inmortalizó los rostros de tres personajes sevillanos que se involucraron en esta causa piadosa: El poeta Miguel del Cid, autor de las famosas coplas en honor de la Purísima, el canónigo Vázquez de Leca y el sacerdote Bernardo de Toro. En 1615, el entonces señor arzobispo don Pedro de Castro, envió a la corte madrileña a estos dos últimos a recabar el pertinente apoyo institucional de parte del rey español Felipe III. A instancias del arzobispo de Sevilla, el monarca español fundó la Real Junta de la Inmaculada en 1616, convirtiéndose este asunto en una cuestión política de Estado por encima de lo espiritual. El debate teológico sobre la defensa de esta creencia había surgido en un contexto de tirantez entre Sevilla y la corte madrileña, después de que este rey hubiese ubicado en Madrid la capital española. Por una parte, teníamos como núcleo generador al arzobispo de Sevilla y por la otra a los seguidores del rey. Pero este terminó enviando a Roma como embajadores a los sevillanos Toro y Leca, con la fe de conseguir del mismísimo Papa alguna declaración favorable a la Inmaculada, nacida sin pecado original. En este sentido hay que destacar un interesante trabajo de investigación realizado por el profesor don Antonio González Polvillo sobre estos tres personajes como miembros alumbrados de la congregación de la Granada (relacionados con algunos aspectos desviacionistas de la ortodoxia católica), y el propósito soterrado que perseguían de reformar la Iglesia universal.
Tras la recepción en octubre de 1617 del Breve de Paulo V prohibiéndoles a los frailes dominicos que discutiesen la pureza de María recibida desde su nacimiento, se vivieron días y meses de inusitada exaltación inmaculista, después de que hubiesen dado fruto las gestiones realizadas en Roma por los emisarios sevillanos. Pero al trabajo de estos agentes hay que sumar también la presión ejercida por todo el pueblo, masivamente volcado en este asunto.
Entre 1619 y 1621, Pacheco realizó estas pinturas que homenajean la encomiable labor desempeñada por tan fervientes personajes y la propia Sevilla por su incondicional implicación en la lucha de este fundamento. La Inmaculada con Miguel Cid se conserva en la catedral de Sevilla, la de Vázquez de Leca pertenece a la colección sevillana del marqués de la Reunión de Nueva España y la del padre Toro lo es de la colección madrileña de Miguel Granados. En 1624, hizo un lienzo monumental de la Inmaculada para la parroquia de San Lorenzo, probablemente de las mejores suyas, a cuyos pies sintetizó uno de los perfiles de la ciudad más logrados. En aquel tiempo, Pacheco fue un destacado cofrade del Silencio, cuya hermandad defendió a ultranza el misterio inmaculista. Este tipo de vistas de Sevilla bajo la Inmaculada no se dispusieron únicamente en cuadros. Aparece también en el retablo de azulejos cerámicos del compás del convento de la Inmaculada Concepción de Marchena, aledaño a la iglesia de Santa María de la Mota.
Ciudad de Dios
Siguiendo los cánones establecidos por Pacheco, aquellos pintores se sirvieron de elementos urbanos y paisajísticos representativos como el río Guadalquivir y sus embarcaciones, las torres más preminentes, espejos, murallas, jardines (como los de la Alameda), huertos, pozos, cedros, cipreses, palmeras, fuentes y flores, como el lirio y la rosa, para metaforizar las virtudes de María y, sobre todo, representar a Sevilla como ciudad religiosa y conventual que albergaba en su seno a las órdenes religiosas más prestigiosas del orbe cristiano. Era la plaza con más iglesias y conventos de toda España, de la que partieron legiones de misioneros rumbo a América, al ser madre de las poblaciones que se levantaban en el nuevo continente a su imagen y semejanza, pues la Iglesia universal le había encomendado la gran misión de cristianizar el Nuevo Mundo. Sevilla fue una capital teológica de alto nivel en la esfera del catolicismo, capaz de influenciar en la definición doctrinal y filosófica de la propia Roma. ¡Ya hubiese querido Madrid haber tenido la corte eclesiástica y el elenco de artistas que atesoró Sevilla en el Barroco!
En la parte inferior del lienzo de la Inmaculada de la parroquia de San Lorenzo, el propio Pacheco recrea un paisaje local que connotan virtudes marianas inspiradas en las letanías: una vista del Guadalquivir y un panorama de fondo con la silueta de Sevilla, en el que pueden identificarse a la Giralda y la Torre del Oro. La principal torre vigía de la ciudad, por ser la de su catedral, representa a la «Torre de Marfil» (Turris ebúrnea), cuya fortaleza simboliza la Ciudad de Dios, como bien ha precisado la historiadora del Arte y experta en la cultura del Siglo de Oro, María Isabel Sánchez Quevedo, en su libro sobre Zurbarán (2000). Frente a ella, la del Oro que está recreada en forma de torreón cilíndrico y se compone de dos cuerpos, pues el tercero no se edificaría hasta el siglo XVIII, encarnaría según el profesor don Enrique Valdivieso la «Torre de David» (Turris Davídica), aunque el teólogo e historiador del Arte, Antonio Meléndez, defiende que la Giralda pudiera ser la Torre de David mientras que la del Oro la de Marfil.
Anuncia el poder de la Iglesia hispalense la Giralda, recrecida en el último tercio del siglo XVI tras la victoria católica contra enemigos religiosos (islam y protestantes) y decorada desde entonces con pinturas murales alusivas a tales triunfos por idea de un canónigo, tío del pintor Pacheco. En la Inmaculada de Vázquez de Leca se divisa, junto a la Giralda, el conjunto de la Santa Iglesia Catedral. Y refleja la fortaleza comercial y económica de aquella gran urbe, a la que los Reyes Católicos le confirió el monopolio del comercio colonial con América, la Torre del Oro como principal estandarte de la Casa de la Contratación. Desde su origen, los canónigos mantuvieron entrelazados muchos hilos con esta institución de la Corona de Castilla, por lo que Iglesia hispalense y Carrera de Indias fueron unidas de la mano. En estas Inmaculadas con vistas de Sevilla se atisba la vocación marinera y comercial a través de la embarcación que navega por el Guadalquivir, en recuerdo del socorro de navegantes. No faltan tampoco en algunos de estos lienzos esbozos de la Puerta Real sevillana figurando la Puerta del Cielo.
La iconografía de la Inmaculada fue evolucionando, y con el paso de los años los pintores dejaron de escenificar a Sevilla bajo la Virgen. De hecho, Murillo, que se esforzó por redefinirla, la dibujó desvinculada ya de elementos terrenales envuelta entre nubes de ángeles, a lo ancho de la segunda mitad del siglo XVII. De los cuadros de la Inmaculada desapareció todo el lenguaje de la fe articulado bellamente por los elementos patrimoniales más representativos de su conjunto monumental, que tanto sirvieron en su momento para representar la simbología inmaculista y hacer más comprensible al pueblo este misterio tan abstracto. Pero nuestra esencia quedó impregnada junto a Ella. El sevillano consiguió sentir este asunto que fue una causa de Estado como algo suyo, porque el cielo que envuelve a la legendaria ciudad del Imperio hispánico que llegó a ser Madre del mundo, como la mismísima Virgen, resultó clave para poder visualizar la imagen de María representada en la Inmaculada Concepción. Todo un misterio desentrañado gracias a la luz divina, de la aurora de Sevilla.
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