Crítica de 'Megalopolis' (****): el triunfo de una obra mucho más allá de la crítica
La película de Coppola es excesiva, brillante, larga, pretenciosa, disparatada, genial, sorprendente, desequilibrada, obsesiva, colosal, inquietante, visionaria, embrollada, grande, única…
'Megalópolis', el faraónico proyecto de Ford Coppola financiado con su propia fortuna

Desde que Francis Ford Coppola le presentó al mundo, durante el pasado Festival de Cannes, su última (y, sí, probablemente última) película, 'Megalópolis', el mundo ha vertido sobre ella todo tipo de opiniones. Y todas ciertas. Es excesiva, brillante, larga, pretenciosa, disparatada, genial, ... sorprendente, desequilibrada, obsesiva, colosal, inquietante, visionaria, embrollada, grande, única… En fin, nada que no tuviera previsto uno de los cineastas capitales de la historia y el que con más puntería ha sabido acertar y fallar el tiro.
Como otros títulos suyos, pongamos por caso 'Corazonada', 'Megalópolis' rezuma riesgo, estilo, originalidad (lo de la interrupción de la película para que salga un actor y dialogue, desde la sala, con el personaje, es algo que se ha omitido por dificultades técnicas o tácticas en sus proyecciones al público) y una narrativa compleja, tanto por lo que cuenta como por el modo de empastar tonos, de la máxima seriedad a la más completa y absurda caricatura, lo cual afecta a la franqueza del relato: el tiempo, la política, el dinero, el arte y la visión del mundo que tenemos y al que aspiramos.
Al comienzo ya avisan sus imágenes de los vértigos del artista (un arquitecto) y su don para detener el tiempo, una idea que César Catilina (Adam Driver) asume como propia aunque probablemente esté volcada ahí por una sensación del mismo Coppola, cuya genial 'arquitectura' también lo ha detenido, aunque en contadas ocasiones. La película mira al pasado y se alía en cierto modo con la Roma clásica, en nombres, situaciones, metáforas y sentimiento de ocaso y decadencia del imperio; pero al tiempo mira al futuro, a una utopía, a su construcción como ciudad y sociedad. Quizá algo pretencioso como concepto, pero que le permite urdir una puesta en escena, una ambientación y un desvarío visual que tienen momentos excepcionales, como el de las vigas flotantes en el cielo neoyorquino o los diseños e ideas arquitectónicas orgánicas y vegetales al estilo de Gaudí.
Podría reprochársele a Coppola que no haya querido, o sabido, atar al caballo desbocado de su imaginación y de su cinematografía, tan jugosa que se le desborda por los límites de la pantalla, y que no haya conseguido fusionar (al menos, al gusto del personal habitual) las tres ramas argumentales de su historia, la política, la artística y la romántica. Se le queda suelta la primera, con la extravagancia escénica y de personajes que no llegan a ser graciosos (el caso de Claudio, que interpreta Shia LaBeouf, es el más chocante); algo incompleta, la segunda, la artística, pues el talento del arquitecto César Catilina no empieza a brotar hasta mediada la película, aunque le aporta todo el sentido ideológico y visual a la historia, todo el discurso, el monólogo, del valor de los escombros y del salto al vacío para su reconstrucción, lo que invita a la reflexión sobre asuntos que frotan desde el 11-S hasta el pasado y el porvenir de los Estados Unidos. Y la mejor rama, o trama, es la romántica, la historia entre César y Julia Cicerón, que interpreta Nathalie Emmanuel, la más cercana y comprensible, y la que ofrece los mejores momentos de verdad e intimidad.
Lo que queda tras la palabra 'Fin' es una enorme masa de cine, una aleación de ideas, imágenes, recursos cinematográficos heredados y nuevos, una especie de fábula sobre el cine, el arte, el tiempo y la vida que parece tener como moraleja la propia alucinación y capricho del artista, que no es aquí tanto César Catilina como Francis Ford Coppola, una especie de 'yo alucino porque debo y porque tal vez me lo deben'; o más allá aún, que sea la digresión de un hombre con el presentimiento de un mundo que está a punto de dejar y que mueve las piezas de 'La conspiración de Catilina' como si quisiera forzar una conspiración contra sí mismo. Y no entrar en ella, en la conspiración, es decir, no ver en 'Megalopolis' el fracaso de un cineasta mayúsculo, sino la victoria del más grande cineasta vivo, libre, viejo y temerario, es situarse, eso sí, en el lado correcto de la Historia.
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