El personaje central, el más mirado por la película, es una joven deshecha psicológicamente tras el instante de fatalidad, la interpreta una Florence Pugh muy en remojo y muy capacitada para describir sentimentalmente sus amarguras. Y del otro personaje fuerte, bien instalado en las circunstancias del drama, se encarga Morgan Freeman, que se conoce todas las álgebras de este y de cualquier género.
El director, Zach Braff, pone el acento en un lugar común, no solo del cine sino de la vida en general: el calvario que ha de recorrerse para superar una pérdida, ese camino desgarrador que a veces, como en este caso, encuentra el consuelo en el desprecio a sí mismo, el batacazo y la propia anulación. Como drama mayúsculo, podría ser una pesada losa; pero, afortunadamente, tuerce en melodrama sensible, muy preocupado de subrayar lo sentimental y sin auténtica malicia como para arruinarle la tarde a un espectador muy excitable.
Se agradece que blandee, y que tenga a esos dos actores que realmente parecen buenas personas. Tampoco habría que reprocharle mucho al director que insista en momentos y escenas ya vistas, sabidas, incluso sentidas. Le sobra hojarasca, en efecto, pero se trabaja el obsequio que ofrece: una lágrima a quien quiera dejársela. Y mejor aún: quien no quiera dejársela puede, sin esfuerzo, quedarse con ella.
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