COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL

Santo lunes

Porque cada Semana Santa los sentidos se hacen sacramento

Sería difícil explicar a aquellos que aún no conocen la Semana Santa de Cádiz, declarada el pasado año Bien de Interés Turístico Nacional, a qué huele el Lunes Santo. Porque en Cádiz, el Lunes Santo huele a azahares mezclados con la maresía, –que es como ... el diccionario llama al olor de la bajamar, restándole matices al significado que realmente tiene– que se cuela por las calles, cuesta arriba, hacia la plaza de San Francisco donde el Nazareno Blanco y el Emperador Dormido –el decano de nuestra santa semana– derrochan bendiciones a su paso. Porque en Cádiz, el Lunes Santo huele a caballas mezcladas con incienso en la calle de la Palma, esperando al Cristo Viñero que sabe más de las penas de su barrio que las que los propios vecinos conocen. Porque en Cádiz, el Lunes Santo huele a cera y a pirulís de La Habana en las casapuertas del Mentidero por donde el Prendimiento se hace carne habitando en cada uno de los que salen a su encuentro por las calles que dan a la mar, que son todas en esta ciudad trimilenaria. Sería difícil explicarlo sin echar mano de lo que une a todas las Semanas Santas de Andalucía, ese sentimiento hecho pasión que nos identifica, que nos conecta, y que nos renueva cada año. La certeza de que somos, y la promesa de que otros serán por nosotros, de la misma manera que nosotros fuimos por los que nos precedieron, tantos siglos atrás, y sé que así, usted lo ha entendido perfectamente. Porque cada año, cada primavera, cada Semana Santa, los sentidos se hacen sacramento; la vista, el olfato, el gusto, el oído, el tacto… la piel que habitamos y que nos lleva una y otra vez a casa, a la patria primera de la que hablaba Rilke, a la infancia.

Por eso, cuando la primera luna llena de primavera va apareciendo tímidamente en el cielo, se hace de nuevo el milagro, y la fe y la tradición se vuelven a dar la mano en esa esquina en la que su abuelo le señalaba las caídas de un paso, en el escaparate de torrijas melosas que ahora se le antoja un sueño, en el Domingo de Ramos de zapatos nuevos y de palmas, en la bola de cera que se guarda de año en año como un tesoro, en la primera madrugada adolescente de calles estrechas y sueños anchos, en el primer capirote que tanto pesaba, en la penitencia callada, en los sones de cornetas y tambores, en los roscos de canela, en las tortillas de bacalao, en las túnicas planchadas colgando en la puerta del armario, en las manos de su madre encendiéndole con cuidado la vela en la Vigilia Pascual, en la solemnidad del Lavatorio de pies la tarde del Jueves Santo, en el sonido de las horquillas contra los adoquines centenarios, en el asombro de los Monumentos el Viernes Santo, en el gallo que debe cantar tres veces, en la oración hecha saeta que quiebra las gargantas, en la eterna espera, en una esquina, a que aparezca la cruz de guía, en los amigos que vuelven para continuar la conversación en donde la habían dejado, en las cuentas de un rosario doloroso llenas de luz, en la certeza de la vida eterna…

Pero, y ahí es donde está el verdadero misterio, cada Semana Santa, desde Huelva hasta Almería sería difícil de explicar sin lo más importante, sin lo único que es importante: sin un Dios que cada primavera renueva la alianza con los hombres y mujeres de esta tierra que huele, cada Lunes Santo, a Esperanza.

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