¿Pachón, de verdad?
El nombramiento en el Instituto del Flamenco reabre heridas que estaban superadas
Nunca entendí por qué la Junta creó un Instituto del Flamenco, salvo si lo hizo para cumplir los dos grandes objetivos de la política contemporánea: controlar los votos de ese sector y colocar amiguetes. Lo que a la Junta le importaba el arte jondo quedó ... demostrado cuando enchufó como director del Centro Andaluz de Flamenco, dependiente del citado Instituto, al militante malagueño Luis Guerrero, que no sólo no sabe distinguir una soleá de una sardana, sino que jamás pisó Jerez durante los tres años que estuvo cobrando. Toda aquella alharaca de la competencia exclusiva en materia cabal en el Estatuto de Autonomía o la designación como Patriomonio de la Humanidad en humillante competencia con el silbo gomero son fuegos artificiales que tratan de enmascarar un histórico desprecio a la música de raiz más importante de Europa. Lo que tenía que hacer la administración pública con este tesoro cultural no era organizar festivales, sino fomentar la investigación científica y enseñarlo en los colegios y en los conservatorios. Y el resultado real ha sido que el maestro Manolo Sanlúcar está hoy en su casa retirado aburrido de dar voces en el desierto reclamando una enseñanza reglada de la música y la danza que nos representan en todo el mundo. Pero el colmo de todo esto para mí ha sido el nombramiento de Ricardo Pachón como nuevo director de esta ahora más inútil institución.
Le tengo un respeto grande al productor de Lole y Manuel y de «La leyenda del tiempo» de Camarón. Su legado musical no se puede discutir, aunque suele atribuirse obras que no son del todo suyas. Pero sí son muy reprochables sus teorías, que están completamente trasnochadas y en algunos casos resultan ofensivas. Pachón sostiene, por ejemplo, que Pepe Marchena era un cantante de zarzuela, que el cante por malagueñas es folclore, que en Granada no se sabe cantar por soleá y que Enrique Morente no conocía la medida de los cantes. Su ristra de disparates ahonda en una brecha obsoleta, rayana en el racismo, que en su caso añade otro delirio: sólo se puede cantar o bailar bien por pureza genética o por jipi. Y para sostener este relato de los años setenta se remite a argumentos carentes de rigor. Su palabra preferida, por ejemplo, es «polirritmo». Basta con preguntar a cualquiera de los musicólogos que han abordado la estructura del flamenco en profundidad, desde Mauricio Sotelo a los hermanos Hurtado Torres, para entender que el discurso del nuevo director del Instituto, nombrado por el gobierno del cambio, es antediluviano, antiacadémico y, por tanto, nocivo. Pero al final, como siempre, la factura del politiqueo la va a pagar el arte. Pachón, con 82 años, va a dirigir un organismo estéril, mitad por su falta de humildad, mitad por la falta de sensibilidad de la Junta, que no ha penalizado su historial de dislates en el concurso para la plaza. Y el flamenco tendrá que demostrar, una vez más, esa invencible paciencia que lleva siglos cantando por soleá: «Cada vez que considero / que me tengo que morir, / echo una manta en el suelo / y me harto de dormir». Qué paciencia. Menos mal que la leyenda del tiempo nunca falla.
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