TRIBUNA ABIERTA
Aromas de vida
El paso de palio, explica el padre Cué, fue improvisado por las hilanderas de seda y oro «para que la Virgen Madre no vea cómo hasta las estrellas lloran de dolor»

Años cincuenta del siglo XX. Mi padre nos llevaba en marzo desde Madrid a Sevilla a la familia. Cabíamos en un Citroën Pato, color negro por supuesto, en los turismos parecía vedada la policromía. Su matrícula -la recuerdo: símbolo de la excepcionalidad de este patrimonio « ... auto» móvil- era M-70430. El maletero cargado con ruedas: las «recauchutadas» o con manguitos, no aguantaban los 540 kilómetros de un tirón, carretera nacional para la que todavía era un proyecto casi «onírico» el Plan Redia, del ministro Vadollano. La pregunta de su chófer ¿quo vadis, dómine? la traducíamos, ¿a dónde viajamos este domingo, jefe?.
¿Por qué este éxodo anual? Existían razones. Mi padre, abogado del Estado, había tenido su primer destino en Sevilla, de donde le llamaron a filas cuando «el desastre de Annual». En la tienda de campaña escribió un ensayo-testimonio con nostalgia de España-Sevilla. La segunda razón era el irresistible atractivo del aroma de azahar en Sevilla. Hasta las piedras de cantería de la catedral «cuya grandeza espantó al inmortal Cervantes», exhalan el perfume de la flor de la «toronja». Colón comparaba en su diario de navegación el Caribe con Sevilla. El tercer motivo consistía en que un notable de la ciudad nos acogía en su casería de campiña, «La Buzona», a 30 kilómetros de la capital. Y la cuarta y definitiva razón de nuestro ritual éxodo era que Sevilla estaba llena de aroma, cierto, pero sobre todo de teología al alcance del pueblo, el hecho histórico de la Pasión de Jesús, «el» Dios único, universal y para el creyente, que lo soy por suerte (como Unamuno, yo me he resistido a crecer y, si lo he hecho por biología y circunstancias, ha sido, en ésto, «a mi pesar»). Del verdadero Dios hacedor del universo, como concluye Stephen Hawking, en este caso no ya desde la fe teologal sino desde la ciencia (lean el ensayo «Sobre el origen del tiempo», obra de su discípulo español Thomas Hertog).
Pues bien, esa ciencia ha sido asimilada por el ciudadano de Sevilla, y en seguida por sus visitantes. Por ejemplo, Cué Romano, foráneo argentino, quien con lágrimas perla se explaya en explicar con detalle «cómo llora Sevilla». Es decir, cómo acompaña con sencillez callejera el asombro, doloroso y admirable, al tiempo del sufrimiento del «poder creador y supremo» a manos tuya y mía. Dos pinceladas como cirios de compañía a Cué Romano, en su tarea de captar el por qué de las más de diez cofradías de Sevilla capital que superan cada una los dos mil penitentes (en la de «Los Estudiantes», la opción de procesionar prevalece sobre la tumbona al sol de las playas gaditanas). El paso de palio, explica el padre Cué, fue improvisado por las hilanderas de seda y oro «para que la Virgen Madre no vea cómo hasta las estrellas lloran de dolor», suponiendo por un momento que han perdido su razón de ser, la de iluminar las tristezas propias de la condición humana. Primera pincelada, Y, a renglón seguido, el diálogo enamorado del capataz con su hijo aún adolescente: Para ser buen capataz, padre, ¿el consejo mejor? Hijo, serás más capaz cuanto tengas más amor. Todo un tratado sobre el remedio sencillo y popular (no populista, sino intimista) contra la, siempre a la espera, barbarie humana. Hoy Europa la palpa de nuevo en su historia: adquirimos consciencia lúcida de que el «mal», simbolizado por ejemplo en el arsenal atómico (real, aunque casi olvidado), depende en su vocación catastrófica de que se dé suelta a la loca condición humana de algún político.
Y, al fondo, la «resurrección», la aspiración más universal del hombre. En la madrugada del sábado de Gloria, Jesús expira. El señor, el Cachorro, cruza el puente de Triana. Expira: absorbe la última brisa de un Guadalquivir que va hacia la mar, que es el morir, si bien para el infinito. Llevado por la corriente de la muerte «hacia la vida», si bien para el milagro naturalizado de la inmortalidad. Machado se hace parte del pueblo que todas las primaveras anda buscando escaleras para subir a la cruz. Y allí, acompaña al Nazareno en su pregunta al Padre común. ¿Por qué me has abandonado? Dicho, exigido, con palabra existencial arañada y mortecina, hasta el extremo de que el filósofo Georges Bernanos apunta que hay un instante, un fugitivo instante, en que Jesús muere «ateo», descolgado por Dios, pero ya para siempre Padre.
El Hijo había tenido la delicadeza de confiarnos a la soledad enamorada de su Madre-Virgen. Y también, previamente, la de mostrarnos en el monte Tabor cómo seremos: resplandecientes, compartiendo humanidad y solidaridad. El castellano Unamuno ve en «El Cristo del sevillano Vélázquez» la negación del saduceísmo -que tanto nos deslumbra-, ya desde el Edén- y se pregunta urgido, en este tiempo de saberes «panidas», en término acuñado por Rubén Darío: ¿A qué saber, si la conciencia al borde -de la nada matriz no espera nada- más que el saber? Es la pregunta eterna, desde Adán a Camus. Y se responde en Sevilla con la pregunta opuesta: ¿la esperanza? ¿el amor palpitante propuesto por san Juan de la Cruz, y por Sevilla?
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