de rabia y miel

Pistolas de agua

Ojalá las únicas guerras fueran de ahogadillas, ojalá todas las pistolas fueran de agua

No es mi mundo, pienso. Como esa Mafalda de Quino que decía que le parasen el globo, que se bajaba. No es mi mundo, definitivamente. Queda muy lejos de mi verano, igual que lejos quedó la novedad, los primeros compases televisados de lo atroz. Lejos ... quedó ese horror y ese miedo que paraliza; el terror es el acelerador más potente de la empatía. Recuerdo el despertar de aquel febrero enhiesto cuando el ruso majara se lanzó sobre Ucrania. Guardo en el interior, intacta, esa novedosa incertidumbre que presagiaba una arremetida sobre el tablero internacional.

Nunca dejará de sorprenderme la capacidad de adaptación del ser humano, como conseguimos, por purita supervivencia, acostumbrarnos a todo, ahormarnos nuestro huequito en el presente, construir un caparazón para preservar y desligar nuestra realidad de la realidad. Es el instinto el que nos lleva a hacernos a las circunstancias. Quién nos diría antes de la pandemia que íbamos a tolerar estar encerrados, y ahí estuvimos, acariciando la idea del carpe diem, la pantomima del saldremos mejores, de la fugacidad y de toda la intensidad que pondríamos en vivir, en relativizar, en tener en cuenta que esto de existir es muy cortito y frágil como para andar a la gresca. Aquello duró lo que tardó la humanidad en posar su sombra sobre el concepto de humanidad. Y volvimos a ser esclavos de los destellos.

De la misma manera, me asombra como nuestro talento camaleónico también nos ha permitido aclimatarnos a este sindiós geopolítico, a este polvorín terráqueo, a este planeta levantado en armas. Como la barbarie se ha asentado en nuestras pupilas y la crueldad ha anidado en nuestro espíritu. Y es natural, no sería sano estar en un constante fustigamiento por cosas que se escapan de nuestras manos. No es insolidaridad, es subsistencia. Pero también es peligroso.

El rumor del caos promociona la banalización y hace que todo descienda hacia la simplicidad más dañina, esa que usan los propagandistas y oportunistas para mezclar y dividir, para envenenarnos el alma y enturbiarnos la razón hasta el punto de que en la distancia tomemos partido por un escuadrón de la muerte. Haciendo que hoy alguien desde un chiringuito justifique el genocidio y la masacre indiscriminada de gazatíes porque opina que los malnacidos de Hamás son menos malvados que el maldito diablo de Netanyahu que mata de hambre y plomo a un pueblo. O, simple y llanamente, porque ha caído en la bastarda trampa de reducirlo todo a una cuestión ideológica, creyendo que estar en contra del asesinato de inocentes es ser de izquierdas.

Hoy, en la playa, me llegan notificaciones al móvil de periódicos. Las borro, intento pasar. No quiero soltar el discurso vacío, buenista y grandilocuente de la paz, pero me viene Manuel Molina y su señor de los espacios infinitos a la cabeza. Miro a la orilla y me vuelve a doler la impotencia, a estrangular la rabia. Juegan un grupo de niños. Ojalá las únicas guerras fueran de ahogadillas, ojalá todas las pistolas fueran de agua.

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