PÁSALO

Fede Patanchón

Se especializó en sorprendernos porque era incapaz de ser previsible

Iba cargadito el bus de la autopista hacia el cielo en este mayo recién estrenado. Miguel de los Reyes dejaba la Cuesta de Castilleja para buscar el repechón final hacia la gloria. Y en Trebujena, John Baker, el maestro de los efectos especiales de Indiana ... Jones, El Retorno del Jedi y el Imperio del Sol, se subía al carro del último viaje. Aquí, en Sevilla, nos decía adiós demasiado pronto, un tipo genial. Uno de esos seres que sin ellos al lado la vida se te hace insoportablemente cotidiana. La vida se puede vivir o parasitarla, para parecerla a la de un gusano. Fede vivió la suya y la de cien mil más. En un acto de plena consciencia y militancia, sabedor de que un minuto de su reloj vital, llenaría todas las horas de los que entendieron que vivir era morir con cautela. Yo lo conocí cuando vendía sus dibujos en el Duque, tenía una novia japonesa multimillonaria y era asiduo de la noche del patio de San Laureano. En un pub de Los Remedios, el Luna, perdió las huellas de sus dedos, al pintar con sus manos las paredes como le salió del alma, buscando el color con el que Chagall iluminó el teatro de la ópera de París. Sí, todo eso pasó el siglo pasado, cuando Fede, Rafael Daza o Enrique Herbello eran inmortales…

Su nombre irá unido siempre en Sevilla a las noches interminables del Antigüedades, en una casa que había sido del Moro y que fue transformada en bebedero de gargantas sedientas de noches, jolgorio y etiquetas negras. Se especializó en sorprendernos. Porque Fede era incapaz de ser previsible. Estaba sobradamente capacitado para no ser nada vulgar. Y montaba perfomances en el bar que engorilaban a la parroquia buscándole significados. Jugaba con nosotros con la guasa onubense del Condado. Una vez pegó monedas de veinte pavos en el suelo del pub con superglub; otra compró todas las escobas de una droguería de la Alfalfa y las colgó del techo; en otra ocasión, en fin, el pub apareció repleto de hormigas de juguetes que subían por las paredes. En el Antigüedades la realidad tenía muchas dimensiones. La de Fede era perfecta. Los jueves iluminaba con candelabros una sala donde se jugaba a las cartas en homenaje a Barry Lyndon en la escena en la que apuesta su futuro a los naipes; a Pablo Carbonell le salió ardiendo una camisa de seda; el actor Fernando Suárez se asomó a uno de los balcones y le cantó una saeta a un camión de bomberos.

Todo podía pasar en aquel zaguán del asombro. Quintero filosofaba con Fede como buenos paisanos; en el banco de iglesia que tenía pegado a la pared del Antigüedades se sentaba con Garmendia a darle al bistec; con Juan de Aizpuru, un bendito de Dios con el corazón verde, se demoraba discutiendo el precio de un chupito de Ballantines. Y Alberto y Ascen apuraron allí su última copa en una noche sin mañana... Se hizo mayor, se convirtió en un industrial de la noche de los que tienen a la langosta como animal de compañía y se nos ha ido como polvo en el viento, que diría Padura el cubano. De él nos queda lo que siempre dejan los amigos que nos hicieron felices: su imagen indeleble en la memoria y una sonrisa tan especial y zumbona como la suya…

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