LA TRIBU

La noche

La luz del verano se apagaba en el campo con lentitud de borrajo

Los últimos carros cargados de costales de grano habían pasado por el camino que venía de allende el río, el camino que daba a las viñas con candelechos que te parecían lejanas. Habían pasado los últimos pegujaleros a lomos de su burra o su mula, ... acaso con un serón echado sobre la albarda donde irían algunas herramientas y algunos tomates, o dos o tres sandías. Habían pasado, como una estampa bíblica de las que veías en el cine, los últimos cabreros y vaqueros, confundidos con los animales en aquella asfixiante niebla albariza que los pasos y las pezuñas levantaban en el camino. Hacía un rato que el sol se había descolgado de la espalda de los álamos del río, y en el olivar alto que se levantaba cerca del pueblo quedaba un brochazo rojizo de crepúsculo moribundo. En la vega iban borrándose poco a poco los costurones de las lindes; nadie distinguía la choza de un montón de paja, ni los olivos de los álamos. Se habían oscurecido los caminos que daban a los Cerros de Zaragoza y los dos Cerros de Torre eran el oscuro perfil de un camello echado.

No era como en las tardes de septiembre, cuando andabais cogiendo algodón o arrancando cañas de maíz. Entonces, la sombra de la sobretarde caía como un telón precipitado sobre las hazas, en esa hora en que mirabas las cosas y dejabas de verlas apenas apartabas un segundo la mirada de ellas. Entonces, la noche se cumplía en los espacios como una orden militar. La noche del verano, en cambio, era una noche renuente, de luz lenta quizá por cansancio de calor y de espera. La luz del verano se apagaba en el campo con lentitud de borrajo, y un cielo de imposible negrura, vestido de estrellas, techaba un mundo sin luz, sí, pero con una oscuridad visible por la que los árboles lejanos parecían andar y los cerros acercarse, mientras, a lo lejos, acaso, se divisaba el diminuto y terrestre lucero de la luz de un pueblo o el faro de una moto que por el camino alto fuera enfocando como linterna de acomodador. Cuando subido al mulo, a la grupa, ibas por el camino que dejaba atrás el asombroso mundo de la vega, te agarrabas a tu padre como si temieras que, de la oscuridad, a tu espalda, fuera a salir una mano que tirara de ti y te arrastrara a la ceguera de la noche. Después, al llegar a la calle de la Marisma, celebrabas las tristes luces del pueblo como una constelación amiga, como un amanecer salvador.

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