Tribuna abierta
La vergüenza de no ser aquel que pude ser
Parecemos empeñados en fabricar una versión optimizada de nosotros, en lugar de mejorarnos a nosotros mismos
DAN título a la tribuna dos versos del poeta polaco Czesław Miłosz, unidos en una suerte de retrato epigramático de toda una época: la nuestra. El poema al que pertenecen habla de la incapacidad del ser humano para desligarse de las ataduras que suponen sus ... instintos y construir, así, un mundo mejor, una tara que Miłosz hace equivaler al pecado original: «la primera victoria del ego». Nada nuevo bajo el sol. Se me ocurre, no obstante, que este fracaso esencial del hombre resulta hoy más oneroso e incomprensible que nunca, por ser mayor también que nunca nuestro entendimiento de las cosas y, por consiguiente, nuestro potencial para cambiarlas. El conocimiento fluye en nuestros días como una poderosa corriente por libros, revistas, aulas y redes, pero a la vista de las decisiones irracionales que seguimos tomando, parecemos sordos a este impetuoso rumor del saber. Se vuelve, por ello, más insoportable, si cabe, la vergüenza de no ser todo lo que podríamos llegar a ser.
Pensemos, por ejemplo, en los encendidos debates que sostenemos actualmente sobre el papel que ha de tener la inteligencia artificial en nuestras vidas. Como cuando se inventó la rueda, la imprenta o el telar mecánico, tales polémicas son más la expresión de miedos ancestrales (¡las máquinas nos sustituirán!) y de esperanzas infundadas (¡no habrá que trabajar más!), que una discusión informada acerca de sus ventajas e inconvenientes. Nos urgen (y nos sentimos urgidos nosotros mismos) a manifestarnos sobre este asunto sin dilación alguna, temerosos de que otros tomen por nosotros decisiones que marcarán nuestras vidas para siempre. ¿Pero cabe decidir con fundamento sobre algo que se desconoce? No se trata, claro está, de comprender al detalle el modo en que se diseña una red neuronal o se la entrena con datos de todo tipo, pero sí, cuando menos, de saber que, aunque una inteligencia artificial puede hacer cálculos complejos o resumir extensos textos (y hasta crearlos) mucho mejor que nosotros, carece, en cambio, de nuestra intuición o nuestros propósitos. No, no somos aún lo mismo. Claro que lo verdaderamente crucial es plantearse qué pasaría si lo fuésemos. Porque parecemos empeñados en fabricar una versión optimizada de nosotros, en lugar de mejorarnos a nosotros mismos. ¿Con qué fin? ¿A qué nos dedicaremos cuando tengamos máquinas que superen en todo al ser humano? Y si nuestra intención es usarlas para potenciar nuestras propias capacidades, ¿no estaremos alumbrando un mundo peor? ¿No acentuaremos las diferencias que ya existen entre las personas, que ahora dependerán también de si uno puede mejorarse artificialmente o si solo puede contar con lo que el azar biológico le haya concedido? Y, sobre todo, ¿no nos estaremos limitando a estimular facultades (como la memoria o la visión) que difícilmente vuelven una vida más digna de ser vivida y prestando escasa atención a las que sí lo hacen, como la compasión o el altruismo, por ser las más difíciles de implementar en las máquinas? Cómo vivir una buena vida… la eterna pregunta que la filosofía o la religión llevan milenios tratando de responder; acaso haya llegado el momento de darle también respuesta desde la propia ciencia, a partir de los hallazgos de psicólogos, biólogos, antropólogos o expertos en neurociencia.
He aquí los resultados de algunos experimentos recientes sobre las interacciones entre personas y máquinas. Primero, la inteligencia artificial tiende a interpretar los textos compuestos por otras máquinas como un producto humano. Segundo, cuando somos nosotros quienes interactuamos con ellas, tendemos a tratar su lenguaje como el generado por las personas. Tercero, lo que crean quienes usan la inteligencia artificial con fines artísticos acaba siendo más parecido que lo que idean quienes prescinden de ella. ¿Qué ilustra todo lo anterior? Sin duda, que tendemos a humanizar a las máquinas y que nuestras máquinas tienden a humanizarse a sí mismas, y que crear no es solo recombinar lo ya existente, como hacen ellas, sino expresar una forma particular de interactuar con el mundo, que es lo que hacemos nosotros al vivir. Mas sobre todo, pone de manifiesto que las cosas casi nunca son lo que parecen (o lo que queremos que parezcan), y que resulta imprescindible evaluar cualquier problema con un máximo de rigor y un mínimo de sesgos si pretendemos entenderlo y a la postre, darle solución. El conocimiento sobre el mundo está ya ahí, pero parecemos ignorarlo o hacer un pobre uso de él. Nuestro verdadero problema no es que nos dejemos embaucar por demagogos o manipular por los algoritmos, sino que no hemos asumido del todo que el derecho a gobernar nuestras vidas va unido a la obligación de entender los entresijos de esa vida que queremos gobernar. Carentes de esta convicción íntima, seguiremos sufriendo la vergüenza de no llegar a ser quienes podríamos ser realmente.
Renovación a precio de tarifa vigente | Cancela cuando quieras