¿Qué sabes de Papúa Nueva Guinea, el lugar más remoto del mundo?
Más de 670 personas han fallecido por los deslizamientos de tierra en este territorio de Oceanía, según las autoridades locales
El silencio de los niños de Papúa Nueva Guinea
Francisco López-Seivane
El tremendo desprendimiento que ha causado miles de víctimas en una de las regiones más pobres y apartadas del mundo ha traído a la actualidad la remota isla de Papua Nueva Guinea, uno de los lugares más desconocidos del planeta. Lo primero que subyuga ... de ese remoto país es la fragancia de sus flores y el torbellino de colores que invade los sentidos. Pero eso es en la costa. En los valles altos del abrupto y selvático interior, donde cientos de tribus viven aún en la Edad de Piedra, la sensación de surrealismo se impone sobre cualquier otra y la mente se pierde sin rumbo por remotos vericuetos, incapaz de digerir los anacronismos y los abismos culturales que contempla y que creía abolidos para siempre. Adentrarse en las tupidas junglas que han guardado durante milenios las claves ancestrales de estas culturas constituye, reticencias aparte, un fascinante viaje al ayer.
Nueva Guinea es, tras Groenlandia, la mayor isla del planeta, un inmenso pedazo de tierra del continente australiano invadido por las aguas someras del llamado Mar de Arafura tras el deshielo de los polos. A diferencia de la Australia continental, plana en casi toda su extensión, en Nueva Guinea el choque de dos gigantescas placas tectónicas levantó una cordillera de montañas que recorre la isla longitudinalmente en toda su extensión como si fuera la aleta dorsal de un gigantesco dinosaurio volador, que es lo que parece cuando se mira en los mapas. La cabeza, la constituye una península apropiadamente denominada Cabeza de Pájaro, que parece querer comerse las Islas Molucas y se encuentra en el extremo noroccidental. La cola es una larga península que se extiende entre el Mar de Coral, al sur, y el de Solomon, en el extremo nororiental.
El primero en poner pie en Nueva Guinea fue el navegante español Álvaro de Saavedra, pariente de Hernán Cortés, cuya costa septentrional exploró en 1528, y más extensamente en 1529, recorriendo más de 500 leguas en un vano intento de encontrar una ruta que le permitiera regresar a Nueva España. Saavedra, que moriría en el intento, no consiguió volver, pero vivió lo suficiente para bautizar a la tierra recién descubierta llamándola Isla del Oro, por las trazas de este metal que encontró en sus ríos. Más tarde, en 1545, Iñigo Ortiz de Retes la llamaría Nueva Guinea, al comprobar que sus habitantes, negros y con el pelo crespo «como la lana de las ovejas», eran muy semejantes a los que poblaban la Guinea africana.
Expediciones españolas
España llegó al Pacífico buscando disputar las florecientes especierías a Portugal y con la obsesión de encontrar la famosa e incógnita Terra Australis que nadie había visto jamás ni figuraba en mapa alguno pero de cuya existencia nadie parecía dudar en Castilla. Ya sin ánimo conquistador, tras el enorme esfuerzo y desgaste que había supuesto la empresa americana, las sucesivas expediciones españolas se limitaron a bautizar las numerosas islas que iban encontrando. Muchos de estos descubrimientos tuvieron lugar cuando las naves hispanas se aventuraban en busca de nuevos rumbos con vientos favorables que les permitiera el casi imposible retorno a Nueva España.
Así, pues, serían los holandeses quienes, ya en el siglo XIX, primero se establecieron en la mitad occidental de Nueva Guinea, para comerciar con las especies. Posteriormente, ingleses y alemanes se repartirían la mitad oriental, quedándose los germanos con las tierras al norte de la cordillera central y las islas del Mar de Bismark, y los ingleses todo el territorio meridional que se extiende desde la cordillera central hasta el Mar de Coral. Esta mitad oriental de la gran isla de Nueva Guinea y las islas periféricas de los mares de Bismark, Solomon y Coral, es lo que hoy constituye el territorio de PNG (Papua Nueva Guinea), país independiente desde 1975, mientras la mitad occidental de la isla, la antigua colonia holandesa, es ahora la provincia indonesia de Irian Jaya.
El wantok es el idioma utilizado por centenares de tribus que se expresan en más de 800 dialectos diferentes
Cualquier viajero que visite una aldea próxima a la costa de PNG encontrará un conjunto de viviendas diseminadas entre explanadas de cuidado césped, flores y bellas plantas tropicales. Las chozas están hechas con fibras vegetales entrelazadas y los tejados son de palma seca, una técnica ancestral que garantiza perfecta impermeabilización durante las frecuentes lluvias tropicales. En PNG un pueblo es algo más que una concentración de viviendas. Es un concepto que abarca un territorio y, sobre todo, un lenguaje, el wantok (one talk), como se dice en pidgin, el idioma macarrónico universalmente utilizado como vehículo de comunicación entre centenares de tribus que se expresan en más de 800 dialectos diferentes e ininteligibles entre sí. Un pueblo es, pues, una tribu, un clan, un grupo social homogéneo que habla el mismo lenguaje. El wantok es un concepto muy profundo que une y distingue a los miembros de un clan. Cada uno de ellos tiene obligaciones irrenunciables de por vida hacia sus wantoks (aquellos que comparten el mismo habla). Se encuentre donde se encuentre, en Port Moresby o en Nueva York, todo miembro de un clan ha de brindar apoyo a cualquier wantok en dificultades, alojarle, darle de comer y atenderle en lo que necesite. Es un sistema de solidaridad social escrupulosamente observado que perpetua el sentimiento de pertenencia y constituye el alma misma del clan. En cierta manera, y salvando las diferencias, no está muy alejado del sistema de las mafias italianas que, en sus orígenes, constituían una red de apoyo y protección incondicional entre todos los miembros de un mismo clan familiar. Este viejo concepto nos muestra claramente que, desde tiempos ancestrales, la patria no es el territorio, como se cree vulgarmente, sino la lengua.
El paraíso de los antropólogos
Pero la vida más sorprendente y remota se encuentra en las montañas centrales, un universo fascinante, distinto, hosco, cerrado, de cuya existencia nada se sabía hasta hace apenas unas décadas, cuando un tal Leahy, un buscador de oro australiano al frente de una expedición, se topó en los años 30 con una tribu desconocida en las proximidades de Goroka, no podía ni imaginar que casi dos millones de individuos habitaban diseminados por los escondidos valles y colinas que ondulan el altiplano entre altas sierras y una tupida vegetación. Desde que la isla fuera descubierta en el siglo XVI se había dado por supuesto que todos sus moradores vivían en la costa y nadie habitaba en las inaccesibles montañas de la cordillera central. Sin embargo, el hallazgo de Leahy no dejaba lugar a dudas: los altos valles boscosos de aquellas sierras habían sido habitados por numerosas tribus que vivían en la Edad de Piedra desde hace 40.000 años. Papúa se convirtió de pronto para los antropólogos en lo que Atapuerca es ahora para los paleontólogos, una impagable fuente de información viva sobre nuestro pasado.
El viaje de Madang, en la costa, a Goroka, en la montaña, no es fácil. Para empezar, en la terminal aérea pesan a los pasajeros en una báscula como sin fueran cerdos, con el equipaje de mano incluido, algo muy común en los minúsculos aeropuertos locales que motean la geografía de Papúa. La terminal del aeropuerto de Goroka (1600 m. de altitud) era un chamizo donde a duras penas cabían media docena de personas, pero ese es el número máximo de pasajeros que suelen llegar cada día en los pequeños aviones de Airlink. Lo más llamativo, sin embargo, era que se encontraba en pleno centro de la población.
En Goroka se respira un aire de frontera, como si el buen orden de las cosas no estuviera garantizado, algo que lleva al recién llegado a mantenerse en alerta permanente. El miedo a las bandas de raskols, formadas por jóvenes sin trabajo que aspiran a vivir de cualquier manera en la ciudad, hace que nadie se aventure en las calles una vez anochecido. Desde luego, Goroka no parece un buen lugar para mujeres solas ni para turistas desavisados. Sin embargo, es un buen punto de partida para adentrarse en las tribus más remotas, en concreto en las del valle del Waghi, donde viven los asaro.
Guerras y acuerdos
Entre las tribus de las montañas las ofensas se dirimen a la vieja usanza, sin que la policía haga gran cosa para evitarlo. Las disputas y conflictos entre tribus están a la orden del día, aunque dejan al margen a los foráneos. A menudo se resuelven con acuerdos y compensaciones, pero nadie puede descartar una guerra tribal. Todas las tribus están armadas hasta los dientes y de vez en cuando, aquí o allá, se producen auténticas batallas campales con arcos y flechas, machetes, lanzas y escudos. Aunque ahora ya hay muchas armas de fuego, los médicos de la zona aseguran que siguen tratando con frecuencia heridas de flecha.
Mount Hagen, en el corazón de las montañas, es la capital de los Western Highlands y, si cabe, una población más remota que Goroka, pero su aeropuerto es el único que tiene vuelos directos a Tari, la tierra de los huli, el bastión donde la vida indígena se preserva en su mayor grado de pureza. Lo primero que llama la atención allí son los muros de barro que dividen unas propiedades de otras, algo que no se ve en otros lugares, como tampoco las típicas portillas de madera que enmarcan las entradas. Cada muro delimita y defiende un clan familiar, donde está la lealtad del individuo. El gran pueblo huli lo componen la suma de los distintos clanes o tribus que viven en el valle, más de cien mil individuos, pero a efectos cotidianos, lo que cuenta es el propio clan. Las mujeres trabajan la tierra y caminan grandes distancias descalzas. Algunas llevan la cara completamente pintada de negro. Son las viudas, que irán retirando cada día una cuenta de su collar hasta que la última las desviude, liberándolas del luto y permitiéndolas casarse de nuevo.
Muchos huli se pasean por los mercados con sus atuendos tradicionales, sus plumas en la cabeza, sus collares de conchas, sus faldas vegetales... y sus armas colgando. No es infrecuente ver a un huli con su arco de madera de palmera negra, una especie que sólo crece en la costa, y su haz de flechas. Los huli «compran» a las tribus ribereñas la madera para sus arcos a cambio de pintura de arcilla y sal, producto que obtienen quemando troncos que han estado previamente sumergidos en ciertos ríos, acumulando cristales de sodio.
El relativamente reciente descubrimiento de estos pueblos, llegados hace 40.000 años desde el sudeste asiático, cambió muchas «verdades inamovibles» de la antropología moderna. Así, ahora sabemos que la navegación comenzó mucho antes de lo que se pensaba y que la agricultura no es originaria de Mesopotamia, sino que se inició aquí, en estos valles, miles de años antes de que los sumerios aplicaran la siembra en las riberas del Eufrates y el Tigris. Por lo demás, la llegada del hombre blanco no ha cambiado gran cosa la vida de estas tribus. Siguen utilizando ristras de conchas marinas en lugar de dinero, viven de la misma forma que lo han hecho siempre, duermen en la tierra y se rigen por un complejo sistema social, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos.
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