ENFOQUE
La vida después del dopaje: hostilidad y olvido o éxitos bajo sospecha
Sinner, número uno del tenis, ha vuelto a competir en el circuito tras cumplir su sanción de tres meses. Como muchos otros, se enfrenta ahora a una realidad distinta, escrutado por sus compañeros y el público y con sus resultados en cuestión
Sinner: «Recibí mensajes de jugadores que no esperaba y no recibí nada de otros de los que sí podía esperar algo»

Jannik Sinner volvía a finales de la semana pasada al circuito profesional de tenis después de cumplir los tres meses de sanción que pactó con la Agencia Mundial Antidopaje. Lo hacía en Roma, en su país, y arropado por sus aficionados. La pista central del ... Foro Itálico, repleta de público y con banderas italianas ondeando entre los graderíos, volvió a escuchar su nombre entre aplausos.
El murmullo, sin embargo, estaba fuera. El número uno del mundo inició su castigo poco después de ganar el Open de Australia, y más allá de las dudas sobre su estado de forma, había una curiosidad extrema por el recibimiento. De momento, el de San Cándido, que este jueves juega los cuartos de final del principal torneo de su país, no parece haber acusado el golpe en ninguno de los dos sentidos. La escasa duración de la suspensión apenas permite equiparar su caso al de otros muchos deportistas cuya trayectoria se truncó por haber infringido las normas antidopaje. Y el escenario elegido tampoco permite calibrar hasta qué punto Sinner va a cargar con la mochila de la sospecha, pese a que pocos dudan de que sentirá ese peso tarde o temprano. Pero la desconfianza y el señalamiento van a formar parte de su día a día a partir de ahora. Tanto por parte de los aficionados como de sus propios compañeros. Una situación a la que se ha enfrentado cualquiera que ha pasado por lo mismo.
«En cierto modo, una ausencia por sanción se puede equiparar a tener una lesión. Al final es estar apartado de tu actividad durante un periodo de tiempo», explica Rafa Mateos, psicólogo deportivo e investigador de la Universidad Autónoma de Madrid. «La reacción posterior dependerá del carácter. En el caso de Sinner habría que saber cómo recibió la noticia, cómo le ha ayudado el entorno… Seguro que encuentra rechazo en alguno de sus compañeros del circuito, enfadados por el supuesto privilegio de haber estado apartado solo tres meses. Eso puede motivarlo más o ponerlo más nervioso. Y, aunque en Roma seguramente no, es probable que en pistas de otros países sea recibido con hostilidad. El cambio del público hacia su imagen también debe tenerlo en cuenta. Tanto él como el equipo que lo cuida y lo acompaña».
«Durante mi sanción apenas he hablado con nadie», reveló el propio Sinner antes de su primer partido en Roma. «Recibí algunos mensajes sorpresivos de algunos jugadores, pero de otros de los que quizá esperaba algo, nunca llegó nada. Lo entiendo. Todos quieren ganar. No quiero dar nombres». Ayer, Sinner tuvo audiencia en el Vaticano con León XIV. Es el primer deportista recibido por el Pontífice desde su proclamación.
Sanción breve
Los ojos que hace unos meses miraban con admiración al chico pelirrojo que bailaba en la pista con una derecha implacable, ahora se vuelven escrutadores. Los mismos que aplaudían su compostura y su frialdad nórdica empiezan a preguntarse si su resistencia no tenía más truco del que parecía. Todo ha cambiado en el relato que lo envuelve.
La sanción fue breve —demasiado para algunos—: tres meses acordados tras comprobarse la presencia de clostebol, un esteroide anabolizante prohibido por la AMA. Tras el comunicado en el que se anunció la suspensión llegó una desaparición temporal. De Sinner no se supo nada en semanas, salvo una imagen suya en los Alpes, entrenando en silencio. En esos días jugaba al olvido.
A corto plazo, el éxito o fracaso de su regreso no se medirá en la cantidad de sets o partidos ganados, sino en la calidad de los saludos en los vestuarios o en la intensidad de los silencios de la grada. Es lo que queda cuando alguien pisa de nuevo una cancha tras haber sido apartado por una infracción. Ese terreno movedizo lo han pisado antes campeones olímpicos, velocistas prodigiosos, ciclistas heroicos. Algunos han vuelto a ganar. Otros se perdieron para siempre. Todos tuvieron que convivir con el nuevo rol de exiliados rehabilitados.
En 2017, Justin Gatlin cruzó la meta de los 100 metros lisos del Mundial de Londres por delante de Usain Bolt, en la primera derrota del mito jamaicano desde 2013. El estadounidense ganó el oro, pero escuchó abucheos. Nadie celebró su título. Había cumplido ocho años de suspensión por dos positivos —uno por anfetaminas, otro por testosterona— y seguía siendo el villano oficial del atletismo. «Me he acostumbrado», dijo después. «Me abuchean, pero corro igual». Gatlin es el caso paradigmático del reincidente que no consigue limpiar su nombre ni con medallas.
A Maria Sharapova, en cambio, no la abuchearon desde la grada, pero sí recibió el desprecio de algunas compañeras. En 2016, tras dar positivo por meldonium, la rusa fue castigada con dos años que luego se redujeron a quince meses. Regresó en 2017 con una invitación a Stuttgart. La WTA la apoyó, pero varias tenistas no. Eugenie Bouchard dijo que era «una tramposa» y que no merecía estar en el circuito. Algunas jugadoras se negaron a saludarla tras los partidos. Sharapova, que había sido número uno y rostro global de la marca Nike, volvió con grietas. Nunca recuperó su lugar en la cima. Se retiró tres años después. Ya no encajaba en la narrativa del tenis limpio y perfecto.
Y hay casos más extremos. El keniano Kipyegon Bett, campeón mundial júnior de 800 metros y bronce mundial absoluto, fue sancionado en 2018 con cuatro años de suspensión. En 2022, cuando podía regresar, murió con solo 26 años. Depresión, alcohol y abandono. Su historia se convirtió en símbolo de una realidad que suele quedar fuera de plano: la soledad del deportista castigado. En muchos países no hay protocolos de acompañamiento. El atleta deja de competir y también de existir. Pierde ingresos, vínculos, autoestima. Queda fuera de su propio mundo.
David Millar, ciclista escocés, habló de eso tras su caso por EPO en 2004. Estuvo dos años fuera. Regresó en 2006 convertido en activista. Fue uno de los pocos en transformar el castigo en causa. «Quería demostrar que se puede ganar limpio», decía. Corrió el Tour de Francia sin ayudas y se convirtió en símbolo de redención. Pero también él tuvo que reconstruir su imagen desde la nada. Su testimonio es revelador: el problema no es la sanción, sino el estigma. «La sanción tiene fecha de caducidad. La desconfianza, no».
En España está el caso de Marta Domínguez, también caída sin retorno. Campeona del mundo en los 3.000 metros obstáculos, ídolo nacional y senadora en ejercicio cuando estalló el escándalo de su pasaporte biológico, fue sancionada en 2015 con tres años. Perdió sus medallas, su prestigio y su sitio en el relato dorado del atletismo español. No volvió a competir. Reapareció solo para recuperar, años después, su condición de deportista de alto nivel, pero ya como un símbolo incómodo.
A Marta Domínguez la aleccionó en estos asuntos otro fondista español, Alberto García, quien también atravesó el purgatorio. Positivo por EPO en 2003, sanción de dos años, regreso discreto en 2005. Campeón de Europa en 5.000 metros en su día, cuando volvió a las pistas ya no tenía el mismo cuerpo ni se encontró con las mismas miradas de admiración.
Tampoco se supo más de 'Juanito' Muehlegg, el alemán que se nacionalizó español para ganar tres medallas olímpicas en esquí de fondo en los Juegos de Salt Lake City. El mismo día que logró su tercer oro fue descalificado. Pasó de héroe a apestado en cuestión de horas. Lo último que se supo de él es que regentaba un hotel en Brasil.
Esa animadversión no la encontró Carlos Gurpegui, el caso más conocido en el fútbol español. Sancionado por nandrolona, cumplió dos años antes de volver a ser capitán del Athletic. En Bilbao lo defendieron como a un hijo. Su caso demuestra que en ciertos contextos, sobre todo en deportes de equipo, un jugador sancionado puede volver y ser aceptado.
No todas las suspensiones son definitivas ni las manchas perduran para siempre. Algunos logran sobrevivir a la etiqueta. Alejandro Valverde fue sancionado en 2010 por su implicación en la Operación Puerto. Perdió dos años de competición. Volvió en 2012 y ganó más que nunca. Fue campeón mundial en 2018, con 38 años. Pero incluso entonces, cuando levantó los brazos en Innsbruck, había quien recordaba su pasado. Él mismo admitió que cayó en depresión tras regresar. «Me mareaba sobre la bicicleta. Fui al psicólogo y entraba mal y salía peor. Tardé un año y medio en superar esa fobia. Toda la persecución y lo que había sufrido en esos años acabó saliendo», dijo en un documental de 2019.
Alberto Contador también volvió a ser. O casi. El positivo por clembuterol en el Tour de 2010 le costó dos años fuera de la competición, el título del Tour y una fricción permanente con la credibilidad internacional. Alegó una intoxicación alimentaria, luchó en los tribunales, mantuvo siempre su inocencia. Volvió en 2012, ganó la Vuelta, repitió en 2014, ganó el Giro en 2015, se retiró en 2017. Fue ídolo, pero con asterisco. Campeón, pero bajo observación.
No solo Sinner ve cómo se erosiona su credibilidad. También el sistema que amparó su corta sanción recibe críticas. Se cuestiona la creciente ambigüedad cuando el protagonista es una estrella. En Roland Garros, territorio neutral, se comprobará hasta dónde llega la indignación por su caso.
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