liga bbva | jornada 11
Más oficio que brillo en un Atlético muy ligero
Sin aspavientos y merced a dos penaltis, el Atlético se lleva los tres puntos ante un Granada muy castigado por su ingenuidad (1-2)
josé manuel cuéllar
De repente, por mor de un garabato oportuno en un email, a Diego Costa le salió un halo sobre la cabeza. Ya no había hierro, catadura de reo, salivazos o codos por delante. El ceño fruncido al verle se convirtió en un gesto ... risueño. El villano era un héroe en una especie de escenario dulcificado al que el Atlético no está acostumbrado.
Los de Simeone plantean la temporada partido a partido, batalla a batalla, con el rictus serio, coriáceo, sin dar un pláceme a la bonanza, al rosa o a la sonrisa fácil. Así que en terreno llano los rojiblancos resbalaban, sin ese punto canalla que les hace tan peligrosos. Casi se caen en ese mirar a la luna granadina. Tres córners, dos faltas, un tiro al palo, cantadas de Courtois en las salidas aéreas, sufrimiento de Juanfran, desaparición (habitual ya) de Adrián... [Narración y estadísticas]
Solo el oficio rojiblanco y la buena actuación de sus centrales evitó males mayores, hasta que poco a poco el equipo empezó a entrar en calor. El Granada es un equipo de carácter ofensivo, con este buen quehacer que Alcaraz imprime a sus equipos, pero es uno de esos conjuntos que abundan en la zona baja de la Liga española: correctos pero blandos, sin colmillos afilados con los que hincarte el diente y hacerte daño. En cada contra atlética, en cada acercamiento de los centrocampistas a Diego Costa, la estructura granadina se tambaleaba. Daba la sensación, firme y certera, de que si el Granada no aprovechaba la empanada atlética de los primeros minutos, acabaría pagándolo.
Sangre en la mirada
Los de Simeone no hicieron realidad esta certeza más pronto que tarde porque Adrián pasea últimamente con tristeza ese rostro de Míster Bean que antes era sonriente. El delantero lleva meses con un rictus de seriedad interminable. No se encuentra y el Atlético tampoco le encuentra a él, lejos de ese formidable jugador que encontró la selección española sub 21. Villa aparecía poco y el Atlético dormitaba.
Lo hacía falsamente. No había más que ver a Costa, esa mirada de pantera que anuncia peligro, la sensación, asegurada, de que si cometes la menor pifia te va a meter la garra para destrozarte la cara de un solo zarpazo. Fue así, tal y como lo anunciaba en secreto el Atlético. La única torpeza de la zaga del Granada dio lugar al gol visitante. Entró Mainz de forma torpe y absurda a un intento de controlar el balón por parte de Villa y lo derribó con estrépito en el área.
Penalti evidente, una falta que estaba fuera de lugar, de guión y de la historia. No venía a cuento. A Costa se le debía suponer nervioso por todo lo que ha acontecido estos días atrás (Scolari le está pegando como si le debiera dinero y los brasileños hacen cola para aplaudirle la cara como si fuera la mujer histérica de «Aterriza como puedas»), pero no hubo nada de eso. Se fue al punto de penalti como si estuviera en el salón de su casa y marcó con la facilidad que se le supone. Luego hizo el gesto de silencio pero sin mirar a nadie, como si le dijera a Scolari eso tan famoso de «a ver si te callas».
El Atlético controló el resto de este primer tramo sin mayores apuros. Su organización defensiva y una mayor actitud le puso en la guardia suficiente para bloquear los blanditos ataques de los granadinos, equipo al que le falta un punto de intensidad y la maldad suficiente arriba para doblegar a equipos de esta entidad.
Un cebo que funciona
La continuidad del partido fue un continuo andar del Granada sobre el filo de la cuchilla. Caminaba en ese sendero y no se daba ni cuenta. Tocaba el equipo de Alcaraz sin ningún sentido ni profundidad, con una absoluta falta de peligro, todo lo contrario que se observaba en el Atlético. Los rojiblancos, en su versión más ligera, apenas necesitaban más que un pase en profundidad para que la potencia de Diego Costa, tremendo en cada internada, pusiera los pelos como escarpias al graderío andaluz.
Todo ese ajetreo puso de los nervios a la zaga del Granada, que en cada entrada perdía la compostura y confundía balones con tobillos, entraban a destiempo y sin medir las distancias. Los rojiblancos, más listos que el hambre, sintieron ese rechinar de dientes y Villa, astuto y diabólico, tendió el cebo, picó Murillo como un infantil y el segundo penalti lo envió a la red el propio Guaje.
Luego hubo toque de corneta y carga de la caballería granadina. A todo o nada, como si le fuera la vida en ello, que le iba. No obstante, era una reacción que el graderío echaba en falta con mucha antelación, en los ochenta minutos anteriores. Le valió para marcar en un certero cabezazo de Ighalo, pero ya no hubo más tiempo que para los continuos choques que acarrean las prisas. Ahí entró en juego la maestría de Diego Costa, que enredó, hizo como que chocaba, puso la pierna, el otro respondió, tropezó, se lió, paró el juego, cruce de palabras y, mientras, el tiempo se le fue al Granada. Victoria de oficio. Sin brillo, pero con mucho oficio.
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