El hijo del estraperlo
Bernardo Ruiz fue el primer español en un podio del Tour (tercero en 1952). Se hizo ciclista
gracias a los 140 kilómetros diarios que hacía en bici para explotar la compra-venta de tabaco y aceite. Hoy tiene 78 años y ve el Tour desde ... el casino de Orihuela, jugando al dominó
Antes de que la historia registrase su nombre como el primer español en un podio del Tour, Bernardo Ruiz ya sabía lo que era tener callos en las manos. Lidió en la recogida del cáñamo, construyó carreteras a pie de obra, picó canteras, labró la huerta... Eran otros tiempos que hoy suenan al pleistoceno, pero sólo han pasado sesenta años. Es la historia de Bernardo Ruiz, un superviviente de la Guerra Civil que descubrió su Eldorado con el estraperlo.
De cuando en cuando, todavía hoy alguien telefonea a su casa y le hace recordar un pasado que hubiera curtido a un muerto. Al buzón del «Pipa», como le conocían sus coetáneos, aún llegan cartas de Italia, Francia y Bélgica. Son viejos aficionados, locos de las bicis, para quienes Bernardo Ruiz representa un tótem de veneración.
Vendió su tienda
«El ciclismo sólo se puede ver cuando hay montaña -dice como saludo este alicantino de 78 años-. El llano es monótono y aburrido. En los Alpes y los Pirineos se ve a los verdaderos ciclistas. Decir lo contrario es mentir».
Hace ocho años que Bernardo Ruiz traspasó la tienda de bicicletas, motos y recambios que tenía en el centro de Orihuela. Se retiró del día a día laboral para cuidar su finca, donde cultiva naranjas y limones. El año pasado repitió su boda de hace cincuenta primaveras con Margarita Celestino, la mujer con la que ha criado tres hijos. Hace vida de jubilado. Partidas de dominó y chinchón en el casino, tardes de julio con la tele y el Tour.
«El Tour, ¡qué carrera! Lo único que tenías seguro en el Tour es que nunca te podías perder. La gente formaba un cordón desde la salida a la meta. Era la fiesta nacional francesa, el deporte del pueblo. Luego vino el fútbol... En 1949 abandonamos todo el equipo español en pleno. Fue una deshonra. Nos querían matar al llegar a España. Nos subimos todos al camión. No había coches de equipo. El ejército francés nos daba un jeep blanco que había que esconder por la noche. Lo guardaban los gendarmes y nos lo entregaban a la mañana siguiente. Esto era porque los exiliados españoles nos ponían a caldo. Nos llamaban franquistas, nos querían pegar, nos decían de todo».
Bernardo Ruiz conoció el Tour por necesidad. Había hambruna, se corría para comer, era una España de subsistencia pura y dura.
De chaval, Bernardo tenía una bici. Su padre, un carro. Había terminado la Guerra. Las despensas estaban vacías. Bernardo Ruiz iba y venía cada día de Orihuela a Cartagena. Setenta kilómetros de ciudad a ciudad por carreteras de tierra, infestadas de patrullas de la Guardia Civil que buscaban a los pasajeros del estraperlo. Esa colonia de supervivientes que compraba tabaco y aceite. Trigo o maíz que molían en el molino y vendían luego en el interior de las casas. Cualquier artículo de primera necesidad en tiempos fugitivos. En ese paisaje desconocido para las generaciones de hoy, historias de bisabuelos casi más que de abuelos, Bernardo Ruiz era el espía avanzado. Él se adelantaba a su padre y su hermano, y con su bici daba aviso del peligro a los carros.
«Me sacaba ocho o nueve pesetas al día», recuerda. Tantos kilómetros hizo de Orihuela a Cartagena, tantos días se machacó en busca del pan, que cinceló unas piernas de hierro por esos caminos que trituraban los antebrazos. «Pero si no había asfalto en España por entonces», dice hoy. Un vecino le apuntó un día a una carrera en Valencia, «El frente de las juventudes». Era el año 1947. Bernardo Ruiz ganó aquella tarde y el cielo se abrió en canal. Ese día se hizo ciclista.
La historia rural del ciclismo, el deporte popular. «Fui el primer corredor profesional en España -cuenta orgulloso-. En el año 50 el sueldo ya me llegaba para vivir bien».
Un paraíso en Francia
Conoció el Tour en 1948. Y aquella carrera tortuosa por Francia, pavés y ladrillo en el norte, carreteras bombeadas como barrigas por el centro del país, caminos de tierra en los Pirineos y los Alpes, le pareció un paraíso comparado con España. «Los hoteles estaban muy bien y en los avituallamientos nos daban pastelillos de arroz, bocadillos de jamón, frutos secos, agua y té. Había mucho asfalto de galipote, como de cristal. Era un milagro que nadie se matase en los descensos. No había compañeros. Todos nos peleábamos entre sí en los equipos. Se corría para ganar. Todo eso de la regularidad y la combatividad es una tontería».
El alicantino fue el Induráin de los años cuarenta y convivió con uno de los mitos del ciclismo, el «campeonissimo» italiano Fausto Coppi: «El Tour en Francia era más internacional. No era como en Italia, donde Coppi era más conocido que el presidente del país. Atacaba Coppi en la montaña y la gente se tiraba al suelo para no dejarte pasar. Nos pegaban si le seguíamos. Pasaba Coppi y besaban el suelo».
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