La sed de venganza de Roca Rey

Con brío había salido este quinto. Y eso a la gente le fascinó. Cualquiera que pasara por la calle pensaría que allí andaban levantando monumentos al toreo. Y lo que pasaba es que había salido un Entrenador con la quinta marcha puesta. Pero con las fuerzas justas. Sin exageraciones de presencia -tónica del desigual sexteto- traía otras hechuras y cuello para embestir. Aguado quiso aprovechar su turno de quites. Que en su derecho estaba. Pero Entrenador no pedía capotazos, sino darle su tiempo y su compás de espera. Por dos veces se desplomó en sus manos. Pablo hizo el gesto del perdón a Roca, que en ese momento hubiera dado positivo en un análisis de veneno. Como el ganadero, que trinaba por dentro. Al corral se iba uno de los animales en los que más fe depositaba.

Rozaban las siete cuando apareció el sobrero, del hierro titular y del mismo bautismo. Éste, con el número 57. Largo y montado, con el lomo algo quebrado y el pelo del invierno. No hubo quites ahora. Que Roca andaba ya con la pistola desenfundada. Todo suyo el remiendo, al que aplicó un templado prólogo. El personal, deseoso del triunfo, pedía a los «gandules» que trabajaran. Los «gandules» eran los músicos, que no hay día que no se lleven su ración de piropos. Prestas sonaron las notas y Roca correspondió con creces. Aplomado, con el compás abierto, desató la furia de su derecha, firmada por abajo. El solo de trompeta se fundía con los naturales, coronados con los de pecho. A la salida de la serie, con toda su soberbia de número 1 a cuestas, ojeaba el callejón, donde Aguado asistía al éxtasis colectivo de la plaza. Porque aquella faena llevaba un brindis implícito para Pablo, el torero que puso a cavilar una Feria de Abril a Andrés con cuatro orejas que no se olvidan.

La alargada silueta de Roca se agigantaba cada vez más desde el afarolado a los muletazos de asiento abisal. Quieto parado. Cuando el toro, buenecito a medias, explayó toda su sosería, con listeza se inventó un invertido, que por estas tierras pirran. Pero lo más macizo estaba por llegar: Roca, Rey absoluto ya, con el brazo izquierdo en jarras, echó la muleta abajo sosteniendo con dominador temple a Entrenador. Rendido el toro a sus pies. Como rendido estaba el público, que daba saltos en el asiento. Para completar la obra se marcó unos redondos en ambas direcciones. Arrebatadísimo, mirando al tendido -y de reojo a Aguado-, tiró la ayuda a la arena y se marchó a por la espada. De un sopapo envió al noblote Entrenador a otra vida, mientras en la suya corría el champán de la gloria.

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Un manso de solemnidad tuvo como primer enemigo. A nacer volvió Viruta en banderillas, que bien puede convidar a Mellinas -magnífica su tarde- a un arroz con el más caro de los bogavantes. Su quite providencial le libró de que el toro le arrancara la cabeza. Roca no se arredró en ningún momento con el bicho que tenía delante. Todo lo contrario: al peruano hay que darle un enemigo a combatir. Que por algo solo una letra separa a ARR de APR. Brindó al público, sabedor de que había que apostar como Pérez-Reverte para quitar el sambenito de desmochada a la tilde. A las oleadas de genio de Piulato respondió el limeño con el toque fuerte y el mando por bandera, hasta someterlo y correr la mano por abajo. Tragando mucho mientras el victoriano husmeaba su bragueta en medio del vendaval. Un inoportuno desarme cambió el signo. Faltaba otro cartucho...

Después de observar a los primeros mansos, el consuelo era que los buenos estuvieran dentro. Y el tercero se dejó en las telas de Aguado, que aleteó dos verónicas y media como cunas de caricias. Qué maravilla. Pura sevillanía su faena, de naturalidad vertical y salpicada de perlas que paladeaba hasta Eolo. Preciosista el conjunto, que se desinfló al final... Cero opciones tuvo con un pésimo sexto tras la explosión roquista.

Abrió plaza Emilio de Justo ante el capitán de los feos y los mansos, en el que la cuadrilla dio un mitin y el matador no se confió nunca por ese peligro que escondía. Se resarció en el buen cuarto en una obra con momentos de abandono y otros de profundo trazo que se quedaron entre dos aguas.

Sólo el dueño del 'No hay billetes' avanzó implacable por aquellas embestidas descampadas de bravura. Su salida a hombros era un grito de poder: «Aquí mando yo».