Bryan Ferry
«Olympia». Virgin Records. Octubre 2010. 19,95 euros.
FERNANDO PÉREZ
Hacía ya ocho largos años, desde el disperso y desigual «Frantic», que Bryan Ferry , el dandy por excelencia y sin excedencia del pop británico, no ofrecía a la afición nuevo material original que llevarse a la buchaca de terciopelo. «Dylanesque», el tributo al converso ... eléctrico de Newport que publicó hace tres temporadas, fue sólo un pasable entretenimiento, un ejercicio de estilo resuelto con solvencia que no acababa de despejar las dudas sobre el agotamiento creativo del autor de «More than this», incapaz de entregar un álbum con mayoría de composiciones propias desde «Mamouna» (1994).
Con sesenta y cinco castañas ya a cuestas, más de uno le daba por jubilado, pero Ferry ha hecho buenas la admoniciones de organismos internacionales y patronales sectoriales sobre el alargamiento de la vida laboral y se ha sacado de la manga su mejor disco en solitario desde mediados de los 80, un trabajo a la altura de «Boys and girls» y «Bête Noire», los restos del naufragio rescatados tras el fastuoso canto del cisne de Roxy Music, el magistral «Avalon».
«Olympia» tiene toda la pinta de haber sido planteado como soporte para una hipotética reunión en el estudio, largamente rumoreada, de los componentes originales de una banda cuyo esteticismo apasionado se puede rastrear en el ADN de buena parte del pop que merece la pena de las últimas tres décadas. Ya existía un precedente remoto —la gira de 2001, de la que se borró Brian Eno— que mantenía vivas las esperanzas del reencuentro. Finalmente, la cosa se ha quedado a medias.
«Olympia» es sensual, sexual, ambiguo y proverbialmente elegante
Phil Manzanera, Andy MacKay y el padre del ambient-thecno para aeropuertos colaboran en el disco, aunque no se puede decir que su participación sea especialmente significativa, diluida entre una pléyade de apariciones más o menos estelares que incluyen a luminarias de ayer (Flea, Gary «Mani» Mounfield, Dave Stewart), hoy (Andy Cato, DJ Hell, Johny Greenwood) y siempre (David Gilmour, Nile Rodgers, Marcus Miller). Aunque el momento de gloria se lo apuntan Scissor Sisters, con los que Ferry compone e interpreta la cima del álbum, «Heartache by numbers», un sutil y deslumbrante muro de sonido rematado con unos coros de otra dimensión.
Homenaje y guiños
Reunión soñada y frustrada al margen, lo cierto es que los guiños al universo Roxy Music son constantes. La portada, en la que aparece la ubicua Kate Moss volteada entre sábanas de satén, remite directamente a las de los primeros clásicos del grupo, aunque, lamentablemente, rebajada de lencería. Dando un paso más allá en el autohomenaje, la apertura del disco calca, nota por nota, el comienzo de «True to life». Pero, en el fondo, lo que importa no son sólo las formas: Ferry recupera también la esencia de la vieja máquina de hacer art-rock glamouroso. Descontando un par de estocadas bajas y atravesadas de psicodelia revenida a mitad de faena, su música vuelva a sonar fresca en su deliciosa y exuberante decadencia.
Nocturna y desaforadamente romántica: «Every night I run around with every girl in town, but I would rather stay at home if you were still around», canta a modo de impagable declaración de intenciones. Como el cuadro de Manet en el que se inspira, «Olympia» es sensual, sexual, ambiguo y proverbialmente elegante. Una notable faena rematada con la estupenda «Tender is the night», en la que, espoleado por el piano del gran Steve Nieve, el viejo truhán con algo de señor se pone el traje de crooner para demostrar que, con toda seguridad, las modas pasan, pero nunca de él.
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