Así escribió María Moliner el diccionario más divertido de la lengua española
Andrés Neuman novela en 'Hasta que empieza a brillar' la vida de esta apasionante figura, que en 2025 hubiese cumplido 125 años. Publicamos un extracto del libro, que sale a la venta el día 27 de febrero, en el que el autor explica el proceso de creación del mítico diccionario
María Moliner: «Estando solita en casa cogí un lápiz, una cuartilla y empecé a esbozar un diccionario»
Andrés Neuman
En la quietud de la noche. Con el oído alerta. Cuando sólo algún motor o alguna voz perdida sobresaltaba la calle Don Quijote. Entonces se encendía la lámpara de vidrio y hierro, claridad y paciencia, y el espejo absorbía las sombras del comedor. La mesa ... redonda igual que un foco. Las sillas disponibles como interlocutoras. El diccionario abierto en un atril. El alfabeto creciendo en sus lentes gruesos. Sus canas apretadas en un moño. La camisa abrochada hasta el último botón. El fajo de fichas bien alineadas, la pluma en paralelo. Su máquina de escribir o, más bien, de reescribir. El lápiz poniendo a prueba la resistencia del papel: tachando, tachando. Y las manos de María. Sus manchas, sus callos, sus razones.
(…) Se levantaba a eso de las cinco para repasar las nuevas fichas antes de irse al trabajo. Así la mañana se impregnaba de sus obsesiones. Los fines de semana, al dejar el dormitorio, le llegaba el susurro de su marido.
—¡Sales huyendo de la cama!
—Tampoco es que tú vengas a meterte corriendo.
Mientras hervía el agua regaba lentamente, como separándolas en sílabas, las plantas del balcón. Se encorvaba frente a ellas para leer sus hojas. En sus sentidos medio adormilados se mezclaban el café molido y la tierra de las macetas, el pensar y el florecer.
A medida que la familia despertaba, las cosas de María iban siendo retiradas de la mesa para el desayuno. Sus hijos le tomaban el pelo.
—¿Me pasas la jarra de gramática?
—¿Quedan más rebanadas de léxico?
—Mmm, ¡recién pasadas a máquina!
Cuando volvía de la biblioteca, almorzaba con sueño y la mente en otra parte. Cada bocado era una frase, una definición por digerir. Se permitía media hora de siesta. Le costaba recordar los sueños. Más que imágenes concretas, le quedaban jirones de lenguaje. Se despabilaba leyendo noticias o escuchando la radio, a la pesca de expresiones actuales. A veces revisaba las notas que había tomado al vuelo: giros, subrayados, comentarios ajenos. Otras veces fingía repasar sus plantas, se asomaba al balcón y afinaba la oreja, absorbiendo las voces que ascendían. Entrecerraba los ojos para gozar de aquella posición ideal, ni en la calle ni en casa, ni fuera ni dentro del sonido del mundo.
(…) La idea del aislamiento se le antojaba tan tentadora como aséptica. ¿No eran los ruidos parte de la escucha? Una radio apagada era perfecta y estéril. Por eso ella prefería mantener el balcón entreabierto: así se ventilaba su atención. Imaginaba las voces oscilando, al modo de un dial, hasta alcanzar alguna sintonía. Cada vez que alguien irrumpía a su alrededor, el oído se renovaba. No, no envidiaba el despacho inmóvil de su esposo. Bah. Claro que lo envidiaba.
Su revancha se materializó en un despliegue sigiloso, como el de las hormigas que espiaba de niña. Centímetro a centímetro, sus cajas fueron tomando los armarios, estantes, mesitas, alacenas, multiplicándose detrás de las puertas y debajo de las camas. Su hogar se convirtió en una selva de vocablos. La noche que Fernando se topó con un fajo de fichas dentro del botiquín, presentó formalmente su protesta.
—El baño o yo, querida.
—¿Me dejas pensarlo?
De manera progresiva, y no sabía hasta qué punto deliberada, fue renunciando a la vida social para entregarse a su diccionario. ¿Estaba haciendo un sacrificio, como le reprochaba Consuelo? ¿O, en el fondo, siempre había deseado hacer algo así y no había encontrado una buena razón?
—A ver cuándo comemos juntas, María, que nunca nos vemos.
—Sí, sí, pronto.
—¿Y qué es pronto?
—Un adverbio de tiempo.
*****
Si escribía por amor a lo que había leído, y leía más para escribir mejor, y luego releía sus propias palabras. Si terminaba escribiendo, en suma, lo que necesitaba leer, sólo tenía sentido intentar libros que no existieran.
Anhelaba inventar el diccionario que le hubiera hecho falta, ese que le habría encantado consultar como estudiante, investigadora, bibliotecaria, madre. Trabajaba con sus huecos. Escribía desde ahí.
Algo similar pensaba sobre quienes, con suerte, se detendrían quizás en sus páginas. ¿Estaba dando por sentada su existencia? ¿O emborronaba papeles para que esa comunidad imaginaria fuese posible?
Entre las poquitas certezas que a su edad le iban quedando, una era justo esa: los vínculos entre ética y precisión verbal. Alguna gente escribía, pero todo el mundo hablaba. Hablar era la obra. Nuestra obra. Una radicalmente colectiva, al margen de quién tomase la palabra. Igual que un diccionario.
Mientras preparaba una tarta de manzana para Fernando, que pronto llegaría de Salamanca, María pensaba en la cocina de la lengua. Las recetas del bien decir le interesaban menos que paladear lo dicho y deducir sus ingredientes. Encontraba manjares en la calle o en la juventud, esa misma que, desde que el mundo había abierto la boca, jamás hablaba como se debía. Si se hacía caso a este prejuicio, sólo Adán y Eva se habían expresado correctamente.
Aunque el volumen oficial no se declarase normativo, su sabor y su textura decían otra cosa. Estaba rellenito de preceptos. La sacaban de quicio los rodeos y arcaísmos para explicar una palabra. ¿Por qué la lengua debía adoptar un registro impostado cuando se refería a sí misma, como esa gente que se tomaba demasiado en serio? (…)
La mayoría de hablantes, pensaba María, usaba con sentido común el vocabulario, pero casi nadie era capaz de definirlo. Esa paradoja la fascinaba. ¿Cómo describir sin balbuceos nuestro propio discurso? ¿No balbuceaba ella ahora? ¿Y no tardaba el horno demasiado en calentarse?
Para elegir el molde, valía la pena plantearse de quién era la materia prima. Si tenía sentido que le perteneciera a un comité de especialistas antes que al oído colectivo. ¿Se le estaba quemando la masa? (…)
Se suponía que los diccionarios monolingües se limitaban a analizar un idioma conocido (también se suponía que las tartas de manzana necesitaban más tiempo de horneado, en fin), mientras que los bilingües descifraban un idioma desconocido y ayudaban a expresarse en él. Patrañas. Dar por sabida una lengua la arruinaba. Atendiendo a la vez a nativos y extranjeros se dibujaba un círculo virtuoso: lo intuitivo se formalizaba y lo estudiado se volvía espontáneo.
A lo mejor, divagó extrayendo la bandeja ennegrecida del horno, existían tres tipos de lengua. La materna, que se aprendía con dudas y cuidados. La extranjera, que nombraba otros mundos. Y la paterna, que fijaba las normas.
—¿Y eso para quién es, mamá?
—Era. Para tu padre.
(…) Pese a su mala prensa, ella simpatizaba con los neologismos juveniles: le parecían la prueba de que el idioma bailaba. Por eso mismo procuraba aprovechar las fiestas que Carmina y Pedrito organizaban en casa. Antes de que salieran por ahí, María los prefería haciendo ruido cerca.
—Qué generosa es tu madre.
—No te creas. Está tomando notas.
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(…) Una tarde de verano, de esas que derretían el pensamiento, María esbozó el esquema general de su diccionario. Se obligó a que cupiera en una sola página, para comprobar hasta qué punto lo visualizaba y comprendía. Tras unos cuantos intentos fallidos, se quedó contemplando el último diagrama. Vio caer en el centro una gota de sudor. Aquel proyecto, para el que había calculado un año o dos de trabajo, podría ramificarse hasta el infinito.
—Cada vez que intento algo, se me va de las manos.
No estaba segura de si era una virtud o una condena.
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