Sobre el Centenario de Miguel Hernández
EL problema no es qué vamos a hacer en este centenario, sino sus razones. Tres valores explican el sentido de esta conmemoración: «Miguel Hernández, poeta universal, poeta necesario y poeta de la memoria».
Lo de poeta universal tiene que ver con el papel principal que cada creador asume ante sus contemporáneos y la posteridad. Y Hernández es sin duda una lección de universalidad por múltiples razones. Sabemos que no es un poeta de formación reglada; es un autodidacta que mantiene con la escuela una relación fugaz; muy pronto se vincula al mundo cultural de Orihuela. Antes de que vaya a Madrid, en 1931, antes de que conozca un ambiente propicio para presentarse y acrecentar su poesía, el joven Hernández está queriendo ser poeta y hace todo lo posible para serlo, a trompicones con el lenguaje y los versos, en paciente aprendizaje, en sorprendida lectura de contemporáneos, los más inmediatos, y clásicos.
De aquel esfuerzo que va desde 1925 a 1933 ó 1934 surge un poeta afincado en el clasicismo virgiliano, en el renacimiento de San Juan de la Cruz, en la tradición de Góngora y Quevedo, en el barroco teatral de Calderón y, más tarde, en la imitación de Lope de Vega. A través de estos autores va afirmando su clasicidad originaria, al tiempo que mira a los más próximos: de Rubén Darío a Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén, hay un impetuoso aprendizaje de lo clásico y lo contemporáneo. Perito en lunas fue en 1933 la primera sorpresa literaria.
LA modernidad la alcanzará en Madrid en contacto con autores que se llaman Vicente Aleixandre o Pablo Neruda, mientras escribe un poemario que fue su primer aldabonazo literario: el Rayo que no cesa. Aterriza en el lenguaje de las vanguardias, mientras los acontecimientos históricos perfilan una nueva creación que tendrá la historia más desdichada de este país como base y lamento, como impulso épico y atenuación del mismo por el dolor, en el tránsito de Viento del pueblo a El hombre acecha, donde creo que encuentra la mejor poesía de la guerra civil, en la que Hernández adquiere el rasgo de poeta necesario.
Lo de poeta necesario se lo tomo prestado a Antonio Buero Vallejo, quien decía: «para mí es Miguel Hernández un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser. La más honda intuición de la vida, del amor y de la muerte brota de su fuente como de esas otras pocas fuentes sin las que no sabríamos pasar y que se llaman Manrique, o San Juan de la Cruz, o Fray Luis, o Machado...». Y el poeta necesario adquiere, al final de aquel episodio bélico, la tercera condición esencial, la de poeta de la memoria. Y es una condición inevitable que tiene uno de los más bellos y terribles libros de la poesía española del siglo XX, aquel, inacabado, resuelto en papeles desordenados que están en su archivo, que conocemos como Cancionero y romancero de ausencias, obra con la que inaugura el autobiografismo. Lo de poeta de la memoria lo digo en base al sentido que un viejo maestro italiano del hermetismo crítico y poético, Oreste Macrí, creó en 1960: «Pocos son los momentos en los que hay una coincidencia entre la historia de la poesía y la historia de la lucha por la libertad: el viento y la cárcel de Hernández son uno de ellos. Sirvan de ejemplo para la juventud». En la raíz del canto antifascista europeo es donde situamos a este poeta, que fue un gran poeta, universal, necesario y de la memoria, y para mí son imprescindibles los tres sentidos juntos. Y éste es el sentido de la conmemoración en la que trabajamos desde hace meses.
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