Catalina y la primera casa construida en Magaluf: «Me han dado talones en blanco para venderla, pero ni hablar»
Catalina Feliu tiene 89 años y duerme cuando Magaluf despierta. Vive en la primera vivienda de 1930 cuando sólo había una playa virgen y un pinar que se fueron degradando por los excesos del turismo
«No había agua corriente ni electricidad. Había que arreglar el camino desde Palma cada verano para poder venir»
Primera y última generación de fareras
Palma
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Iniciar sesiónUn día echó la llave de casa. Un pequeño gesto, un gran cambio. Los vecinos vendieron sus casas y éstas se convirtieron en edificios altos de apartamentos y hoteles. Las tiendas empezaron a tener las cartas en inglés. La música y los ruidos inundaron la ... playa. «¡Hasta hubo que espantar a borrachos que dormían en su terraza!». El turismo de masas les invadió. «Y perdimos la tranquilidad», asiente la última moradora de Magaluf. Y la primera.
Nada más nacer en julio de 1935, sus padres la llevaron a Can Feliu, la casa de verano de la familia Feliu Amengual. Por entonces, este municipio no tenía nada que ver con el parque de atracciones turístico en que se convirtió décadas más tarde. «Era un lugar virgen, con un pinar delicioso y una playa de agua cristalina», rememora Catalina Feliu Amengual meciéndose en su balancín tapizado de la típica tela de lenguas mallorquinas frente a la ventana contemplando las vistas al mar.
Su padre, abogado de profesión, compró los terrenos «muy baratitos» al Crédito Balear a finales de los años 20. Buscaba un lugar para construir una casa de vacaciones para la gran familia que formó —tuvo diez hijos— y escogió la desértica Magaluf cuando nadie daba un duro por esa zona.
«No había agua corriente ni electricidad. No había camino desde Palma, teníamos que arreglarlo cada verano para poder venir, y limpiar la playa los primeros días. Mis hermanos iban a comprar leche con la bicicleta al pueblo de al lado porque no había tiendas, y mi padre transportaba el hielo entre mantas en el coche para conservar los alimentos, aunque llegaba medio derretido... Teníamos algunos inconvenientes, pero a cambio disfrutábamos de una completa tranquilidad en Magaluf».
Hasta que empezó el boom del turismo y Can Feliu se fue quedando sola como la casita de 'Up' (Disney) mientras sus vecinos —había ocho— vendían sus propiedades y éstas se convertían en moles de hormigón. Apartamentos, restaurantes y tiendas destinadas al turismo extranjero.
«Ya sólo quedan tres», señala Catalina en la puerta de su casa ubicada justo al otro lado de Punta Ballena, ese lugar mundialmente conocido por ser uno de los lugares favoritos del desfase británico, aunque últimamente empiece a remitir. «La casa de al lado es de una hermana de mi padre y la otra, de otro vecino de toda la vida», prosigue explicando con voz vital y memoria afilada sobre ese triunvirato invicto en primera línea de playa que resiste la gentrificación e ignora los talones en blanco que ponen precio a todo.
Señala el cartel de la fachada que constata que estamos en «la primera casa construida en Magaluf. Noviembre de 1930» y después Catalina se desliza por el interior de la vivienda, junto con su nieta María, para mostrar la «sencilla» vivienda de cuatro dormitorios con un gran salón comedor, cocina, un baño —«hay otro fuera, apostilla»— y la joya de la casa: una espléndida terraza que rodea toda la casa. «No tiene piscina. Yo soy antipiscinas», apunta la octogenaria rebatiendo la idea a sus nietos.
A su lado, María asiente. Su nieta es la responsable de que Catalina hoy cuente su historia. La joven acaba de graduarse en Periodismo y con buen olfato periodístico quiso contar 'el antes y el después' que han sufrido varias zonas de Mallorca. La idea se materializó en un documental titulado Catalina y Magaluf, estrenado en el Festival MajorDocs gracias al empujón de su profesor Miguel Eek, director artístico del festival.
La idea era hacer un documental más largo pero finalmente el cortometraje se centró en su abuela. «Lo tenía todo: Magaluf, que es uno de los lugares más representativos de Mallorca, y a ella, que sigue viviendo aquí y nos podía dar el contraste», explica la directora, consciente de que su abuela es «memoria viva» y de que «los jóvenes de hoy en día lo grabamos todo pero una mujer mayor tiene cosas que contar que se perderán si no lo hace y muere».
Tranquilidad cuando amanece
María Pujalte pone delante de la cámara a su abuela y cuenta de forma cronológica cómo es un día en la vida de Catalina. Escenas familiares los sábados con una mesa larga a la hora de comer, el mar, una terraza espléndida y una hamaca, una tienda para guiris de ésas donde te venden fruta, zapatos o una colchoneta. Escenas de ruido, luces cuando se hace la noche… Y otra vez tranquilidad cuando amanece.
«Me levanto muy pronto», se arranca a contar sobre su día a día. «Me pongo a jugar a bridge hasta las ocho y luego me voy a nadar. A esa hora no hay nadie y es una delicia. Voy caminando con mis hijas mojando los pies y a la vuelta el agua nos llega a la cintura, luego nadamos y volvemos. A las 12.30 repito con amigas. Aprovecho bien el día».
En la casa hay fotografías familiares. Catalina es la cuarta de diez hermanos. Tuvo ocho hijos: seis chicas y dos chicos. Su marido era militar pero «murió muy joven». Ella trabajó de maestra en el colegio Aina Moll de Palma, antes Eugenio López, hasta que se jubiló. Fue universitaria cuando pocas mujeres lo eran, aunque sus padres no la dejaron estudiar fuera de la isla, a diferencia de sus hermanos varones. «Aquí no pude estudiar otra cosa», apunta resignada, aunque dice que «nunca» se arrepintió de la profesión.
Su vida siempre fue estar detrás de los hijos y «sacarlos adelante» hasta que fueron mayores. Desde que se jubiló ha mantenido una vida muy activa. «Estuve en el teléfono de la esperanza de orientadora, fui presidenta de Sa Germandat, que recibió el Premio Ramon Llull, y también en Vida Creixent, un movimiento de gente mayor que depende de la Iglesia», explica.
Disfrutarla con su familia
Huele a salitre en la terraza y se escuchan las olas del mar. Las personas que pasean por delante de la casa no pueden evitar mirar —y quizás envidiar— a esa familia que vive dentro. «Me han llegado a dar cheques en blanco e incluso me propusieron disfrutar del usufructo en vida, pero les digo que 'ni hablar'», se planta con la determinación de «disfrutarla con los hijos y nietos« hasta que se muera.
¿Y después? «Después ya lo dirán mis hijos. Será para ellos, para todos por igual», responde mientras cierra la puerta con llave. La herencia de Can Feliu es un legado.
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