Lejos de la corte
No hay que remontarse demasiado para encontrar el destierro de Isabel II en el Alcázar como precedente
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Iniciar sesiónLa solidez de las instituciones se manifiesta en su perdurabilidad más allá de las personas que las encarnan. La triste marcha de Don Juan Carlos camino de un país extranjero es el epítome del sacrificio que se le impone a los primeros servidores de la ... Corona precisamente para preservar a ésta de los escándalos en los que a título privado pudieran quedar enredados. En el momento en que enjareto estas líneas, con el comunicado de la Casa Real recién salido del metafórico horno del teletipo, es difícil sustraerse a la sensación de decepción que embarga la tarde: el terrible desencanto de ver cómo una ejecutoria institucional intachable durante cuatro décadas de servicio a la nación queda emborronada por un desagradable comportamiento personal al que no hay que buscarle excusas. La virtud del gobernante es materia exigible en todas las facetas de su vida, en las que se demanda una perfección de índole moral como corresponde a la categoría del cargo que se ostenta. La agonía calderoniana entre la libertad personal y la sujeción a lo que está dispuesto que aletea en el Segismundo de «La vida es sueño» es un espejo en el que debieran mirarse los príncipes en el trance de sacrificar su vida privada en el altar de la responsabilidad patria. Ahora, Don Juan Carlos pondrá tierra de por medio. No es nueva la situación ni en la historia ni en la dinastía reinante.
No hay que irse demasiado lejos. Ni siquiera salir de Sevilla para encontrar el destierro de Isabel II como precedente más inmediato. En aquella ocasión, el monarca investido, Alfonso XII, impuso a su madre, Isabel II, el apartamiento de la corte real de Madrid para salvar el reinado de la ominosa influencia de su antecesora, de vuelta del exilio en París durante los años de la I República y el reinado de Amadeo de Saboya. Prendada de los encantos de la ciudad y del más antiguo palacio real en servicio de Europa, la reina madre decidió instalarse con sus hijas, su séquito y su secretario personal -ay, las repeticiones de la historia- en el Alcázar, donde se le reconocía su dignidad pero se le mantenía alejada de la política nacional. Isabel II fue feliz en su dorado extrañamiento en la capital de Andalucía, al menos hasta que la presencia de su cuñado, el duque de Montpensier, también regresado del exilio, se le hizo insoportable: Sevilla era demasiado chica para dos cortes reales sin corona.
De aquella estancia en la ciudad en el XIX, el Alcázar guarda las salas remodeladas en el Cuarto Real Alto donde vivió la reina destronada y Triana conserva el nombre del puente que la unió para siempre con Sevilla. De Juan Carlos I queda la reforma del apartamento regio en el Alcázar y el paso entre el Aljarafe y la ciudad, donde un paseo lleva su nombre. Por desgracia para él, Sevilla queda, en el siglo XXI, demasiado cerca de la Zarzuela.
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