Del rey abajo, ninguno
A Felipe VI se le exigirá ser el único español incontaminado e incontaminable
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Iniciar sesiónHeredó una monarquía absoluta, se la entregó a España para vestirla bonita con la seda parlamentaria, paró un golpe de Estado mientras le aconsejaba tranquilidad a don Jordi y se convirtió en el ministro de Exteriores más fecundo que tuvo España desde tiempos inmemoriales. Con ... él como estandarte de la marca España nuestras grandes empresas ferroviarias, eléctricas, constructoras, petroleras y de telecomunicaciones crecieron robustamente porque el monarca allanaba, con sus mejores dotes personales, los caminos más empinados. Hoy, muchos de aquellos que, en sus mejores años, se pegaban codazos para tener en el despacho una foto con el Rey, a la velocidad de la luz han quitado esa foto comprometedora de su bruñido despacho, escondiéndola lo más al fondo del último cajón de su escritorio. Y no me causaría sorpresa alguna que, en el primer café de la mañana de ayer, muchos de los emprendedores que crecieron al influjo de las relaciones públicas del monarca, estuvieran vistiéndolo de limpio, imputándole vicios privados que no les son ajenos a muchos de ellos, dejando en el aire un garabato de suprema hipocresía, recurriendo a la sobada cita de que la mujer del César debe ser honrada y, además, parecerlo.
Juan Carlos I, el rey Emérito, salió de La Zarzuela para dejar España invitado por sus graves errores personales, los ecos judiciales de un proceso en Suiza a su amiga Corina y por una evidente presión política que detesta la monarquía como Jefatura del Estado. En su juventud, cuando vivió rodeado de enemigos franquistas, tuvo que anteponer la idea de servicio a España a la lealtad a su padre. Tantos años después, en una mueca dolorosa de su destino, nuevamente tuvo que revivir tan tortuosa situación, anteponiendo con su marcha a Santo Domingo su servicio a la Corona, antes que seguir en La Zarzuela junto a su hijo. Permanecer era ponerle más fácil el objetivo a derribar por los que señalan a la monarquía como depositaria todos los males de España. Si Don Juan Carlos es culpable de algo, lo deberán decir los jueces y no los tuits envenenados de los enemigos declarados de la Constitución y de la Corona. Que si por ellos fuera, le birlarían hasta la presunción de inocencia.
Esos mismos que han pedido que se les retirara el pasaporte, que han tratado su marcha como una fuga indigna, que han reconocido públicamente que la corrupción borbónica es una cuestión genética, soportarían con resultados éticos negativos que se les aplicara la lupa a sus más insignes representantes. A ver. A ver qué concejal, alcalde, ministro y presidente no ha visto pasar por delante de sus ojos o tocar con sus propias manos, un tres por ciento o más de comisión por obra, un regalo sospechosamente cariñoso para recalificar unos terrenos, una parte proporcional en el trato de un acuerdo entre un ministerio y una gran empresa farmacéutica o, simplemente, blanquear el dinero del narcotráfico con un relato ideológico la mar de revolucionario. ¿Hay cuerpo que aguante esa lupa? ¿Y si la acercamos a la fortuna de los Pujol? ¿Y si la aplicamos a los que se fueron de rositas, por lentitud judicial, del escándalo de los Eres y los cursos de Formación? ¿Y a los dineros que le llegan a los soberanistas para su conjura procedente de los agentes globalistas que alimenta el señor Soros? ¿Se aplicarán con idéntico frenesí los enemigos de la Constitución y de la monarquía parlamentaria a derribar la corrupción sistémica o dinamitan las instituciones para ver el amanecer de una España republicana y plurinacional? España es un país en plena crisis de fe. No cree ni en unos ni en otros. Se deja llevar por los impulsos interesados de los nuevos brujos de la política. Y ha creído ver en la convulsión el principio de la catarsis. Juan Carlos I tendrá que explicar en sala judicial lo que le toque. Como hizo su yerno Urdangarín. Y le queda a Felipe VI una tarea hercúlea. La de ser el único español incontaminado e incontaminable en una nación de hipócritas y fariseos. Del Rey abajo, ninguno.
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