De rabia y miel
Sopita
Una casa no alcanza el status de hogar hasta que no burbujea en ella, empañando cristales en el rumor de la noche, el elixir sagrado de un puchero
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Iniciar sesiónEstamos entrando en esos días en los que el frío viene pidiendo calor. El tiempo cambia, como cambian de consignas los activistas que sostienen las piruetas de este Gobierno asintomático al escándalo. Sevilla muda la piel a toda prisa, un día Guinea y otro Siberia, ... ayer terraza, mañana estufa. Del helado a la castaña. Nunca se sabe dónde tiene los pies esta ciudad, pero si algo te enseña el Guadalquivir es a ser precavido, como ese Koldo con las mudas a cuestas camino del juzgado por si Su Señoría lo mandaba al chalé.
Van abriéndose los altillos, cerrándose las ventanas, cambiando los armarios, arropándose las camas. Cuánto hay de la manga corta a la rebequita, de la rebequita al plumas. Poco, nada, un par de cambios de guardia entre astros. El otoño es aquí un morlaco de corto recorrido, con dos muletazos válidos. Dura, como dice el maestro, lo que tarda en llegar el invierno.
Yo al frío lo olfateo, lo rastreo de lejos como un sabueso porque me hace cosquillas en el estómago, porque me prende el paladar. El frío nos pone la piel roja y nos lleva a buscar la calidez de los remedios a los lugares en los que prende el amor. El frío agudiza el imperio de lo maternal, hace que ardan las brasas de la civilización sobre las vitrocerámicas en las que cae una olla para que empiecen a bullir los efluvios reparadores de la sencillez. Y que, de ahí, de ese trofeo de metal que da saltitos en la comba de las horas, salgan los aromas que impregnen cocinas, patios, calles y barrios de caricias de antigüedad cíclica. Ese perfume con matices de memoria que te recibe con un abrazo al abrir la puerta del hogar.
Porque, por mucho que se empeñen algunos en pensar que el bautismo de una morada está en comprar una alfombrilla o en festejar una inauguración con colegas, una casa no alcanza el status de hogar hasta que no burbujea en ella, empañando cristales en el rumor de la noche, el elixir sagrado de un puchero. En esa poción ancestral de huesos va dentro lo que somos, en esa sauna emplatada que purifica, de la que sorbemos los vapores del cariño, se encuentran el pulso y las frasecitas aquellas que encarrilan los malos días, que sostienen los inviernos. «Toma, niño, que esto levanta a un muerto». «Anda, comete la sopita, que te va a meter el cuerpo en caja».
Y me da igual si eres de fideos finos o de fideos gruesos, de estrellitas, de maravillas, de letritas, de arroz. Si le echas garbanzos, zanahoria, chorizo o hierbabuena. Si además del pollo le pones ternera. Si la coronas con un huevo duro bien picadito o con unos taquitos de jamón. Me es indiferente. Si ya estás loco porque sude tu lengua, eres de los míos, de los que ha tenido la suerte de crecer en el amor, de los que entiende que lo gélido viene buscando calor. De esa tribu andaluza que combate el frío con una cuchara. Que rebaña el legado y la herencia de sus abuelas.
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