DE RABIA Y MIEL
De Cayón
Aquí no arde el verano, aquí abriga. No se escucha el murmullo de ningún alma, solo las olas de un mar que muere vestido de blanco sobre una orilla desierta
Estoy en Cayón, una Parroquia perteneciente al Concello do Laraña, cerca de Arteixo, Galicia. Llegué hasta aquí por unas carreteras verdes, llenas de árboles, compuestas de una vegetación frondosa de película, como si el coche circulara por la barriga de una naturaleza incorruptible. Verde ... viento de canción de cantautor, verde brisa de verso de Leiva. Acaba de amanecer en este lugar de casas chicas, de cocheras abiertas, de vidas sencillas que hoy se antojan tan complicadas. Bajo a la calle abrigado, con ese frío hermoso que lleva aparejado el desconocimiento. Aquí no arde el verano, aquí abriga. No se escucha el murmullo de ningún alma, solo las olas de un mar que muere vestido de blanco sobre una orilla desierta.
Pocas cosas que te hagan sentirte más lleno que observar una playa vacía, puesta a disposición de la intimidad de tus sentidos. La arena es una alfombra de tiempo donde desaparecen al instante las pisadas, hundidas por el peso de la calma. Por la nariz entra un aire limpio que el misterio de la noche ha cocinado, aire salado que le hace cosquillas a los pulmones y oxigena mi cabeza adormilada. Emboba el sonido del agua tropezando contra las mismas piedras, hay una lección o una metáfora ahí que no acabo de abrochar. Da igual. El horizonte es una incógnita simpática y confortable, un manual de instrucciones sin páginas. La débil niebla aclara, purifica. Vuelan gaviotas culturistas, que quedan suspendidas, flotando en un baile de viento, como nubes con alas.
De repente todo es más fácil, aparece un escalofrío de alegría provocado por esa repentina revelación que florece ante este tipo de espectáculos; la ilusión de cerciorarse de que hay cosas que merecen la pena. Sitios así, increíbles y perfectos, en lugares que no sabías que ibas a pisar nunca, que siempre han estado aquí, esperando a que un bobo como yo se haga el regalo de descubrirlos y deje su reguero de babas sobre él. Soy un ejército de algas dibujando algo inconexo sobre el piso. La felicidad es inconexa, como les digo ando en ese punto fronterizo en el que me debato entre si estoy a punto de entenderlo todo o de constatar que no soy nada, nada más que este momento de gloria y otros, un puñado de ellos, que recuerdo e imagino llevado en volandas por el paisaje.
Lo bello evoca cosas bonitas. Peino mis asuntos, enfoco mis reflexiones desde prismas nuevos, como si hubiera descubierto un ángulo muerto desde el que lanzar una emboscada a las tonterías que me preocupan, pasadizos secretos, planteamientos tan asequibles y obvios que asusta no haber llegado a ellos antes, cosas que necesitaban de esta paz para caer de cajón. Me siento en la terraza de un bar pequeño y vacío. Me atiende un camarero calvo, en manga corta. Cuando trae el café y le pido sacarina, me pregunta de dónde soy. Le digo que de Sevilla, él responde que de Murcia. Cuenta que lleva ya dos años allí, me pone al día de su vida mientras empieza a chispear. Todo me viene de perlas. Las olas siguen sacrificándose contra las rocas.
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