Tribuna abierta
Recomendar un libro de viajes: Roma, destino y espejo del alma
Los buenos libros de viajes no enseñan a ver, sino a mirar de nuevo. Y Roma, más que un destino, es una prueba de esa mirada
Ricardo Suárez
Recomendar un libro de viajes es una tarea peligrosa, casi un acto de fe. No es lo mismo aconsejar a quien viaja por primera vez que a quien ya ha hecho del viaje un modo de estar en el mundo. Las ciudades tienen múltiples rostros, ... y el libro que ilumina a unos puede extraviar a otros. Cada viajero lleva consigo un mapa invisible: sus lecturas previas, sus carencias, su educación estética, sus heridas, su curiosidad. Por eso, cuando alguien me pregunta qué debería leer antes de viajar a Roma, dudo, titubeo, incluso me incomodo.
Recomendar un libro de viajes -sobre todo si el destino es Roma-equivale a ofrecer un espejo, sabiendo que el reflejo dependerá tanto del cristal como de quien lo mira. La primera vez que visité Roma no llevaba conmigo una guía turística de las que todo el mundo usa, sino a mi hermana, que por entonces vivía allí. Fue mi primera guía, la mejor que he tenido. De su mano descubrí la ciudad a través de sus preferencias: las ruinas arqueológicas que estudiaba con fervor, las obras maestras en museos y galerías, los cafés donde los romanos discutían como si el tiempo no existiera. Ella llevaba siempre consigo una pequeña guía de tapas rojas, gastada por el uso. Era la Guida Rossa, un clásico entre los clásicos, una reliquia de papel que parecía contener entre sus páginas la respiración entera de la ciudad. Aquel librito rojo, de letra menuda y sin ilustraciones, tenía algo de breviario cardenalicio pintado por Carlo Maratta, una suerte de catecismo para el viajero disciplinado. Pero no era un libro amable. Se leía con paciencia, con cierta penitencia, y sin embargo, cuanto más la consultábamos, más comprendía que Roma no podía reducirse a un conjunto de datos, ni siquiera a un inventario de iglesias y monumentos.
Me detengo ante la casa de Goethe, donde el poeta alemán escribió que Roma era «el corazón del mundo antiguo y el alma del moderno». Siento la sombra de Piranesi y de Thorvaldsen, que dibujaron y esculpieron sus sueños entre las ruinas. Subo hasta la Trinità dei Monti, donde las pinturas de Volterra conservan un fulgor casi secreto. Me renuevo paseando por los jardines de Villa Medicis recordando a Velázquez. Entro en Santa Maria in Vía Lata y más tarde en San Lorenzo in Lucina, donde reposa Gabriel Fonseca, médico de Inocencio X, en aquella capilla berniniana que casi nadie conoce. En el Palazzo Spada, la perspectiva borrominiana engaña la vista con su pasillo infinito: un recordatorio de que en Roma nada es exactamente lo que parece. En Villa Farnesina, los frescos de Rafael siguen respirando con una gracia intacta. En los jardines del Palazzo Barberini, el café sabe a tiempo detenido. A veces entro en Sant'Andrea del Quirinale para asistir a misa, no tanto por devoción como por la belleza de la luz que reverbera en el mármol. Luego, en Via Margutta, imagino a Fellini, a Alberto Sordi, a Gregory Peck, todos personajes de una misma película infinita.
Cada viaje a Roma me recuerda que los libros son apenas brújulas morales, no mapas exactos. Pienso en Goethe y su entusiasmo juvenil, en Chateaubriand fascinado por la melancolía de las ruinas, en Emile Zola enfrentado a la monumentalidad, en Stendhal turbado por la belleza hasta el vértigo, en Nikolai Gógol caminando entre iglesias con la sensación de estar dentro de un sueño. Y, más cerca en el tiempo, en Javier Reverte, que comprendió que Roma no se mira con los ojos, sino con la memoria. Todos ellos escribieron sobre la ciudad y, sin embargo, cada uno inventó la suya. Roma es una, pero sus lecturas son infinitas.
Pienso que la Guida Rossa de mi hermana era una metáfora de lo que significa viajar con humildad: aceptar que hay más preguntas que respuestas, más pasillos borrominianos que salidas claras. Los buenos libros de viajes no enseñan a ver, sino a mirar de nuevo. Y Roma, más que un destino, es una prueba de esa mirada. Recomendar un libro para conocerla es decirle al viajero: «empieza por donde quieras, pero prepárate para no terminar nunca».
Regresar a Roma es, en cierto modo, regresar a uno mismo. Los lugares se transforman, los nombres cambian, los cafés cierran, pero la sensación permanece. Cuando camino por el Piazza Popolo al caer la tarde, escucho las campanas de Santa Maria dei Montesanto, donde fue ordenado sacerdote san Juan XXIII y pienso que la ciudad me habla con la voz de todos los libros que alguna vez leí sobre ella. Comprendo que recomendar un libro de viajes no es ofrecer una guía, sino tender una llave; porque Roma no revela solo sus plazas y templos, sino también las habitaciones secretas de nuestra memoria. Tal vez por eso sigo volviendo, con una vieja Guida Rossa que ya ni consulto. Porque en el fondo, viajar, como leer, es siempre un acto de reencuentro. Roma sabe esperarnos. Allí, entre el rumor de los pasos y el resplandor grisáceo de sus cúpulas, uno comprende que hay lugares que no se conquistan: simplemente se aman.
Es pintor
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