TRIBUNA ABIERTA

Corazón e inteligencia

Pepe Luis Vázquez Silva para Sevilla fue siempre un niño. Por eso, ahora que hemos conocido su muerte, nos ha sorprendido de tan precoz

ESQUIVIAS

Lutgardo García

La vocación es una voz, un murmullo de plata que le habla al corazón. Es una fuerza interior que mueve nuestra vida y nos lleva a entregarnos, de modo ineludible, en cuerpo y alma a una tarea. Es un rumor de ángeles que hablan en ... la soledad, en el silencio de las noches. Y su vocación no podía ser otra que la de ser torero. Porque los príncipes no eligen. Llevan la vocación guardada en las mareas de la sangre cuando nacen. Él era el príncipe de una estirpe de toreros claros. Toreros sevillanos que hablan con sabiduría y elegancia. Sin hacer alardes vocales ni exagerar los gestos. Así fue su toreo, claridad y silencio de patio sevillano. Fundir la inteligencia y el corazón. Ese lema, que, por cierto, podría haberlo dejado escrito Montaigne, fue una de las máximas que pudo escuchar a su padre, el sabio de San Bernardo. Hombre de pocas palabras, pero sentencioso y fino, de él heredó esa difícil elegancia de la sencillez y el oro de la naturalidad. Se es torero porque no se puede ser otra cosa, porque los ángeles de la vocación van enseñando el camino desde que se nace.

Pepe Luis Vázquez Silva para Sevilla fue siempre un niño. Por eso, ahora que hemos conocido su muerte, nos ha sorprendido de tan precoz. Morir en verano es morir en medio del silencio, como en los medios de una plaza antigua. Sus 67 años se han pasado y a muchos nos parecía que no envejecía, que siempre estaba en eterna esperanza y que en cualquier momento podría volver a los ruedos a hacer realidad las promesas que su toreo había sembrado. De apariencia frágil, guardaba un fondo de nostalgia en las pupilas. Llevaba como un rumor de mar en pena en la mirada. Y un gesto de eterna despedida o de sueño que va siempre de ida. No engañó a nadie ni se engañó a sí mismo. Por eso, quizá, se quedó siempre a mitad del camino que va de la exquisitez al éxito.

Era un lujo verlo dictar lecciones de aquello que fue, probablemente, lo único que sabía hacer, torear con delicadeza. Tomaba los engaños con la sensibilidad de un violinista y enseñaba cómo dar naturales mientras sostenía la espada con la elegancia de un profesor de esgrima en el Gran Trianon. Su vida fue una perpetua esperanza, un «hoy va a ser» y, a la vez, una nostalgia incurable. Se sabía que por él se llegaba, como por un pasadizo, al mundo de oro del gran Pepe Luis. Aquel príncipe sevillano que competía en las plazas con Manolete y se hacía perdonar las tardes negras con quites que eran breves caricias de eternidad. Tenía un son de otro tiempo, un resonar de ecos de postguerra, de alamares sin brillo y toros berrendos embistiendo a un cartucho de papel. Su toreo, cuando los ángeles lo disponían, surgía con claridad y buen gusto. En las fotografías han quedado para siempre esa torería que era verdadero zumo de gracia.

Lo vi torear la corrida de Miura en aquellos carteles de primeros de los noventa que desperezaban los duendes de las nostalgias. Aquel día fui con mi padre y recuerdo esa figura elegante intentando dar lances de azúcar a los trenes de Zahariche. Más tarde, en mi libro 'Lugar de lo Sagrado', rememoré el viaje de mi abuelo, nacido en 1913, al Puerto de Santa María para ver al novillero Pepe Luis Vázquez Garcés. Sería aquello en los años de la Guerra y mi abuelo, creo, vio ese día el mar por primera vez. Hay días que salen redondos, descubrir el mar y el toreo de Pepe Luis a un tiempo es cosa de ángeles.

Por eso hoy el corazón y la inteligencia se unen para dar lances a una extraña sensación que se parece a la tristeza. Porque Pepe Luis fue un hombre de nuestro tiempo y algo se nos va con él. Sabía dónde estaba la verdad del arte y, a fogonazos, supo encontrarla y contagiarla. Vivió siempre en torero porque la vocación no le dejó otro camino. Me acuerdo de tres naturales y un cambio de manos. Esa es la gloria. Descansa en paz, torero.

SOBRE EL AUTOR
LUTGARDO GARCÍA

Poeta

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