tribuna abierta

Los bestiarios, novela de toros

La calle Sierpes es el sanedrín donde las gentes del toro -los bestiarios- se sientan a las mesas de los cafés «llenos de brillantes y el pelo echado hacia atrás»

Henry de Montherlant

Lutgardo García

EN la época en que andaba preparando la traducción de los primeros tomos de 'En busca del tiempo perdido' de Marcel Proust, Pedro Salinas acomete la traducción de la novela 'Los bestiarios' del escritor francés Henry de Montherlant. De apariencia atlética y carácter vitalista, Montherlant ... quedó marcado, en su infancia, por la lectura de la novela 'Quo Vadis?', verdadero best seller de su época donde se recrean los combates del hombre con el toro en las arenas del circo romano. Dicho libro marca el comienzo de 'Los Bestiarios, novela de toros' -como reza la preciosa edición de Biblioteca Nueva- dando a entender que se trata de una obra donde lo autobiográfico da sostén a la ficción. En la primera década del siglo XX, Albán, un joven aristócrata parisino, después de presenciar una corrida de toros en Bayona, decide, febrilmente, viajar a Madrid, y después a Andalucía buscando el contacto con el toro y el ambiente mágico de los taurinos. Sabemos que el propio Montherlant hizo sus pinitos en becerradas y capeas, incluso recibió alguna que otra cornada. En una interesantísima página de 'La gaceta literaria' de junio de 1927, aparece -junto a las colaboraciones de Jiménez de Asúa, Pérez de Ayala, cuadros de Almada Negreiros y un poema de Eugenio D'Ors- la nota de una breve entrevista de Giménez Caballero con Montherlant al que llama «estoquedor de novillos en arenas españolas».

Finalizada en Sevilla en 1925, la novela tiene interesantes descripciones de la ciudad. La calle Sierpes es el sanedrín donde las gentes del toro -los bestiarios- se sientan a las mesas de los cafés «llenos de brillantes y el pelo echado hacia atrás». El ambiente, por el que pululan picadores, banderilleros, matadores sin contrato, periodistas y aficionados queda perfectamente retratado. Las discusiones de toros quedan también descritas: «Sobre la cuestión de si Pastor ha dado una estocada a un tiempo o a paso de banderillas, se discutía como los Padres de la Iglesia griega para saber si nuestro Señor entró en Jerusalén montado en un caballo entero o capón». Aquella atmósfera fue la que tuvo la desgracia de conocer Eugenio Noel quien fue, en esos años, sacudido por las solapas a causa de sus herejías antitoreras. La Semana Santa, cómo no, aparece retratada en todo su esplendor. De los «hermanos de luces» dice que llevan gruesos cirios inclinados a tierra «supervivencia de la costumbre griega y romana de llevar las antorchas fúnebres hacia abajo». El autor queda impresionado por los costaleros a los que denomina atlantes que beben sorbos de vino mientras se cantan saetas ofreciendo «a la divinidad su culto de amor».

La historia de los amores entre el joven aspirante parisino y Soledad, la hija del Duque de la Cuesta es, quizás, lo menos importante de la novela. Pero lo es, y mucho la visión sagrada de la tauromaquia, su manera de enmarcar la fiesta dentro de la tradición mediterránea, de la lucha de mitra con el toro, de los toros alados de Babilonia, del sacrificio de los taurobolios y las hecatombes de Homero, de las noches bajo el signo de la constelación de Tauro, del Indra védico y el Horus egipcio. Montherlant nos recuerda que si Hércules, que fundó Sevilla, le hizo una faena de ensueño al toro de Creta y robó una punta de ganado bravo de nuestra tierra; Julio César, tan sevillano, fue el emperador que llevó los combates de toros a Roma donde permanecieron, al menos, hasta 1500 cuando, para celebrar el Jubileo, se corrieron toros en la plaza de San Pedro.

En el curso de la novela, se da noticia de la muerte de un torero en la plaza y, curiosamente, el autor describe una fotografía de ABC donde aparece el diestro de cuerpo presente, en la mesa de operaciones, y otro matador sosteniéndole la cabeza con las manos, inclinado sobre su rostro «en patética postura». Posiblemente, Montherlant describe la célebre fotografía de Campúa en la que Ignacio Sánchez Mejías sostiene la cabeza sin vida de su cuñado Joselito, el Rey de los toreros.

La novela está dedicada a Gaston Doumergue, el presidente de la República Francesa que en 1900 dictaminó a favor de la celebración de corridas con muerte en su país. Doumergue, había nacido en Nimes y sentenció que «en el Mediodía francés la pasión taurina tiene, al menos, raíces tan hondas como en España». Las raíces, griegas y romanas, han ido dejando cosos taurinos desde Bayona a la Provenza pasando por Toulouse donde la calle central se llama, precisamente, del toro. Y esos paisajes míticos de la Camarga ocupan el final de la novela en un epílogo poético donde los caballos pastan en libertad y los toros cornivueltos de la Provenza saludan la salida al ruedo del Universo de la constelación Tauro en una noche de abril.

Más al norte, en el París de Montherlant, la afición taurina no ha tenido arraigo. Aún así, años antes de la escritura de esta novela, el Duque de Veragua, descendiente de Colón, pretendió llevar sin éxito el espectáculo taurino al Bois de Boulogne. Jardines, precisamente, por los que aún podemos ver pasear al protagonista de Por el camino de Swann, bajo los abetos y acacias, en compañía de Gilberta o de Odette gracias a la traducción de Pedro Salinas. Aquel empeño mereció el libelo profético y enfurecido del escritor Leon Bloy, Colón antes que los toros, diatriba contra el Duque de Veragua. Pero de eso hablaremos otro día.

SOBRE EL AUTOR
lutgardo garcía

Poeta

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