sol y sombra
La bendición de San Patricio
Rivero Taravillo biografió a Cernuda, sevillano heterodoxo de Glasgow; quizá por eso fue el más celta de los poetas andaluces
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Iniciar sesiónTanto tino tuvieron quienes le organizaron a Antonio Rivero Taravillo en febrero un homenaje al anunciarlo como «el escritor total», que su última pieza literaria ha sido el pregón póstumo, género inédito en la Literatura universal, que se leerá mañana en el Círculo Mercantil para ... inaugurar la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Una semana después de aquel acto en la biblioteca Infanta Elena, despidió con unos versos preciosos a otro poeta, Emilio Durán, amigo a pesar de que él era morigerado como un gentleman mientras que su veterano colega se inspiraba con los vapores de Venus y compadreaba con Baco en cuanto tenía ocasión. «Me han interesado siempre mis mayores, / y treinta años eran la medida / que, separándonos, nos reunía / con dos generaciones de por medio. / Llevaba ciego lustros: eso hizo, / supongo, que me recordara joven. / Yo lo vi envejecer hasta que el tiempo / me privó de su vista. Últimamente, / cada cual en su casa entretejía / los mimbres del olvido o la distancia».
Mucho antes, en la presentación de su libro 'La lluvia' a la que me arrastró un condiscípulo suyo del instituto Martínez Montañés, en un bar destartalado y semivacío, leyó casi con desdén un breve poema titulado 'El hombre' que no para de rondarme la cabeza desde que este amigo común advirtió del agravamiento de su enfermedad: «El líquido amniótico / y la laguna Estigia. / Entre dos aguas, / nada». Contundente como un martillazo en la sien.
Rivero Taravillo fue poeta, traductor, ensayista, editor y librero. El orden de los factores, en este caso, sí altera el producto, porque en él todas esas facetas se trenzaban en una sola vocación: la pasión libresca. En esa Sevilla donde apenas se distinguía entre cultura y costumbrismo, fue mucho más que un tendero de novedades. Fue un militante de la letra impresa, un visionario y un agitador cultural que importó desde su amada Dublín el Bloomsday y lo celebraba cada 16 de junio en los tiempos de nuestra juventud casi ágrafa, cuando el nombre de Ulises nos transportaba al siglo XXXI, según una adaptación futurista de dibujos animados de la Odisea de Homero, e invocar a James Joyce levantaba dudas sobre si era un centrocampista del Tottenham o un pívot de los Lakers.
Cualquier texto suyo está escrito con el mismo cuidado que ponía en sus ediciones. Tenía la rara habilidad de aunar lirismo con erudición, de tal modo que el lector nunca sentía que la cultura le caía encima como un adoquín académico, sino como una conversación amable. No es decir poco, si consideramos que aprendió el gaélico de forma autodidacta hasta lograr traducir numerosas piezas del folklore de Irlanda. La Isla Esmeralda fue para él algo más que un mapa sentimental: fue una patria literaria. Quizá su admiración por Luis Cernuda, el sevillano heterodoxo de Glasgow, lo predestinaba a convertirse en el más celta de los poetas andaluces. «Que los caminos se abran a tu encuentro. Que el sol brille sobre tu rostro. Que la lluvia caiga suave sobre tus campos y hasta que nos volvamos a encontrar, que el Señor te guarde en la palma de Su mano», reza la bendición de San Patricio.
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