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Otoño en Santa Justa

Nuestra estación se ha convertido en un no-lugar lleno de trenes desamparados y tristes

Eva Díaz Pérez

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En su novela «La piel», Curzio Malaparte describe cómo un hombre es atropellado por un carro de combate norteamericano mientras festejan la liberación de Roma. Por un desventurado azar, ese accidente transforma la alegría de la fiesta en una tragedia.

He recordado este pasaje pensando ... en la cruel y absurda muerte del joven Álvaro Prieto en la estación de Santa Justa el 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional. Esta azarosa muerte, que nos confirma nuestra condición de marionetas en manos de un destino caprichoso, ha rivalizado durante días con cientos de muertes en guerras lejanas. La excepción privativa que le ha otorgado preeminencia en las noticias ha sido el cúmulo de circunstancias que la han rodeado: la desaparición primero, con su séquito de conjeturas funestas, el desenlace fatal cargado de interrogantes que inquietan y duelen. Y, sobre todo, la proximidad, esa cercanía que convierte las desdichas ajenas en propias.

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