quemar los días
Birria
He acabado odiando las fotos: mediatizan y desvirtúan las experiencias. Son la antivivencia
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Iniciar sesiónEn la etapa del Camino de Santiago que concluía en Palas de Rei, nos tocó comer muy cerca de una pareja de peregrinos. La proximidad era un regalo para mi alcahuetería. En pocos minutos, deduje que el peregrino más mayor y el peregrino principiante, apenas ... un adolescente, se habían conocido por el camino. El peregrino veterano oficiaba como una suerte de maestro Yogui: llevaba a sus espaldas una docena de caminos, conocía todos los detalles de cada etapa, todos los trucos para resistir, los tramos más complicados, y el chaval lo escuchaba obnubilado, como si oyera al Señor Miyagui dando y puliendo cera. Pero donde la conversación alcanzó mayor brillo fue cuando al veterano le dio por la inevitable trascendencia. El camino es, decía, un camino interior, de conocimiento y reencuentro con uno mismo. La estampa zen le estaba saliendo perfecta hasta que el camarero llegó con el postre, una tarta de queso casera con una pinta formidable. Entonces, el peregrino zen sacó su móvil y le hizo una foto. Toda la trascendencia voló por los aires en una estampa ridícula.
Mis hijos lo hacen continuamente cuando vamos a comer a algún sitio. Fotografían las comidas, y después las suben a las stories de Instagram o las mandan a sus grupos de Whatsapp. Además, tienen una aplicación que, una vez al día, les manda un aviso para que fotografíen y compartan lo que estén haciendo en ese momento. Se llama BeReal, pero mi mujer, que tiene un talento innato para rebautizar cualquier nuevo palabro sin pretenderlo, lo llama Birria. Me parece un nombre mucho más preciso. Según la segunda acepción de la RAE, «persona o cosa de aspecto lamentable».
En nuestras vacaciones familiares a Caños de Meca, no podía faltar una puesta de sol desde el promontorio del faro de Trafalgar. Es una estampa extraordinaria. Pero resulta mucho más extraordinaria la tontería de los innumerables espectadores que convierten la escena en un plató para sus selfies.
En todo ese viaje, no recuerdo haberme hecho ni una sola foto. Del Camino de Santiago, apenas un par. La mayor parte de peregrinos, en cambio, se pasaba las jornadas fotografiándolo todo. En la última etapa, muy cerca del Aeropuerto de Santiago, vimos un amanecer precioso. Un peregrino con su hijo pequeño se apresuró a sacar su móvil para retratar de mil maneras aquel portentoso sol saliendo. Hacía tantos esfuerzos por buscar el mejor enfoque que renunció a la experiencia de ver amanecer, sin más, junto a su hijo.
He acabado odiando las fotos. El ansia testimonial mediatiza y desvirtúa las vivencias hasta degradarlas y convertirlas en birria. Porque, en realidad, las fotos no dicen nada: no hay foto que pueda retener la experiencia de una puesta de sol o la degustación de un buen postre casero. Más bien, son pura antivivencia.
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