tribuna abierta
Me han llamado «desalmado»
La lengua no tiene la culpa de lo que con ella hacemos
Antonio Narbona
Afirmaba no hace mucho D. Innerarity, filósofo y ensayista al que no hace falta presentar, que «sólo un desalmado puede considerar innecesaria la sustitución, por fin, en el texto constitucional de la denominación ´disminuidos´ por ´personas con discapacidad´ y dejar de lamentar que hayamos tardado ... tanto en tomar conciencia del desprecio que se contenía en la primera expresión». Se refería a uno de los contadísimos cambios (y casi el único con evidente proyección social) introducidos en nuestra Constitución, tras cerca de medio siglo de su aprobación.
No se han percatado los impulsores de tal modificación de que precisamente a «discapacitado» remite el Diccionario académico en la entrada «minusválido», voz hoy casi proscrita, pero no totalmente fuera de la circulación. Como tampoco ha desaparecido «subnormal» (´con capacidad intelectual notablemente inferior a la normal´), si bien cada vez más arrinconada como insulto. Y es que la definición de «discapacidad» no es para que los afectados den saltos (si pueden, claro) de alegría: «situación de las personas que, por sus condiciones físicas, sensoriales, intelectuales o mentales duraderas, encuentran dificultades para su participación o inclusión social, y casi in-capacita para llevar una vida 'normal'». Además, la decisión de las Cortes nada tiene de novedosa: tengo en mi poder, desde hace bastantes años, la «Tarjeta acreditativa del grado [43%, en concreto, baremo de movilidad] de discapacidad», expedida por la Junta de Andalucía. Eso sí, nunca he sido, ni me he sentido, «excluido socialmente».
Indigna ser llamado «desalmado» por el mero hecho de no estar de acuerdo con tal trueque terminológico. Porque, aunque no se sepa qué y cómo es el alma ¡¿cómo no va a doler ser tildado de ´falto de conciencia, cruel e inhumano´?! El hombre está «programado» para ir asumiendo las sucesivas «mermas ['disminución'] físicas y mentales» que le sobrevienen con el paso del tiempo, pero no acepta –porque no es cierto- que cualquier anomalía implique la «incapacitación -total o parcial- para las tareas ordinarias» (así se define «discapacidad»), De manera que si poco, muy poco, gusta «disminuido», mucho menos agrada «discapacitado», que supone una mayor «falta de reconocimiento y respeto». Y, se nos llame como se nos llame, ello no va a servir para rebajar la marginación ¡Ojalá fuera tan sencillo!
No es fácil, es verdad, dar con una expresión atinada. Algunas, como «personas de movilidad reducida», cuentan con la desventaja de que a ese sustantivo se recurre para camuflar realidades muy distintas (se habla de «movilidad exterior» para referirse a que nuestros jóvenes mejor preparados tengan que emigrar), y otras, como «personas con capacidades especiales», se aproximan a la ironía sarcástica. Casi todos los prefijos negativos a los que se recurre (IN-útiles, IM-pedidos, IN-válidos, MINUS-válidos, IM-posibilitados, DIS-minuidos, DIS-capacitados…) están entre los «des-aconsejados» en la Guía panhispánica de lenguaje claro y accesible, desarrollo de la Red académica de igual nombre, por acuñarse con ellos vocablos ajenos al hablante medio (¿quién usa «displacer», con que se suele traducir el sentimiento de rechazo (doloroso) que, según Kant, produce lo sublime?). No sirve de consuelo que el Presidente argentino esté calificando a los discapacitados de «imbéciles, idiotas, débiles mentales…».
La lengua no tiene la culpa de lo que con ella hacemos. Nuestros diputados y senadores, que llevan tanto tiempo metidos de lleno en la «polarización» («palabra del año 2023», para la FundéuRAE), han visto en la sustitución de una expresión por otra una oportunidad cómoda y sencilla -y sin coste económico- de mostrar a sus votantes que no han perdido la capacidad de llegar a acuerdos y no han olvidado que siempre hay margen para el consenso, lo que, además, les permite seguir tirándose otros muchos trastos léxicos a la cabeza, como si nada hubiera pasado. No arriesgan mucho, pues es poco probable que, entre los afectados, in-defensos y habituados a ser rebautizados continuamente, aparezca algún «desalmado» que muestre su dis-conformidad.
Pues bien, aunque para nada sirva (la decisión ya ha sido tomada), aquí me tienen, «disminuido o discapacitado», pero «encolerizado», proclamando, no sólo lo «in-necesario», sino lo in-apropiado (e incluso in-justo) de la sustitución nominal. No es sólo un des-ahogo. Podría haberse aprovechado el tiempo empleado en las discusiones hasta llegar a la casi unánime aprobación del nuevo calificativo en proponer medidas que resolvieran o atenuaran alguna(s) de las dificultades añadidas que tales personas tienen para desarrollar sus posibilidades. Y no pienso únicamente en las que facilitan el acceso a sitios que, pese a los indudables avances logrados, les siguen resultando in-accesibles. Es tanto lo que queda por hacer en favor de los que no pueden tener la vida plena que sin duda merecen, que harían falta varias legislaturas -sin polarización- para encarrilar disposiciones que les permitan recuperar, si no todas, bastantes de sus «capacidades», algunas de las cuales sólo necesitan solidaridad, palabra que debería ser, no «del año», sino de todos los días de todos los años.
Mientras los legisladores, en lugar o además de dedicarse a apodar una y otra vez a los que tenemos carencias, se ponen manos a la obra para aliviarlas (ya se verá lo que pasa cuando toque el turno, si llega, de los in-migrantes), ganas dan de gritarles que dejen tranquilo y en paz el idioma, que, si pudiera, gritaría lo de «Virgencita ¡que me quede como estoy!»
Catedrático Emérito de la Universidad de Sevilla y Vicedirector de la RASBL
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