La Alberca
El hijo del alguacilillo
Hoy se hace torero en Sevilla el nieto del puntillero, un niño que se ha criado contando las orejas que da su padre
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Iniciar sesiónEl chiquillo de la tapia, el del pantaloncito corto manchado de sangre de las becerras y los zapatitos llenos de albero, el que aprendió la hondura del toreo contando las orejas que entregaba su padre en la plaza más hermosa del universo, el que descubrió ... la estrecha distancia que hay entre la vida y la muerte limpiando la puntilla de su abuelo, ese niño callado que tanto ha jugado al escondite en los burladeros de la placita de tientas de su tío toma hoy la alternativa en la Maestranza. Va a despejar la plaza con su propia sangre, la del viejo Quini, la de su tatarabuelo el Trigo, picaor del Espartero, que desemboca en la dinastía de los Zulueta. Hoy alzarán más altas las plumas de sus chamelos los alguacilillos, el padre y el tío, cuando el presidente les tire desde el palco la llave de los chiqueros y vayan al galope a abrirle la puerta al niño. El toro de un hijo es el más difícil de lidiar para un padre. Yo he visto a su madre, la hija del Lebrija, torear con la mirada en el campo, sacándole a su niño el eral de encima con los ojos. He visto a su padre suspirar entre las encinas. Y también he visto a ese chiquillo esperar la orden de su tío Gabriel para recoger los diez o doce muletazos que la figura del tentadero le había dejado guardados al porvenir. Por eso sé que hoy, cuando Javier haga el paseíllo entre Morante y Roca Rey, se consagrará en la Maestranza el misterio infinito de la tauromaquia, la herencia de una estirpe interminable. Ay, si lo viera su abuelo. Qué abrazo se ha perdido el callejón.
Enrique el Lebrija conoció el frío eterno de la 'corná' en el pecho de su hermano Manuel, que se dejó ir apuntillando a un novillo de Diego Garrido. Y siempre tuvo esa cicatriz escondida en el filo de su cuchillo cuando atronaba a los toros de Sevilla. En su silencio habitó siempre el sueño de su nieto. Salir a los medios y acunarse el toro para cantarle una nana con la muleta y dejarlo dormido. Poner el tendido en chaladura con la cadencia pastueña del toreo sevillano. Inaugurar una exposición de verticalidades. Estrenar en el mejor escenario del mundo la coreografía del peligro convertido en belleza que ensayó desde niño en el Castillo, paraíso de Juncal, de todos los juncales del toreo. Cuando suene el pasodoble y el toricantano pise las huellas del caballo de su padre, cuando su tía Macarena le esté rezando por dentro a la Esperanza desde la barrera del Siete, se habrá cumplido un rito que sólo la arquería de la Maestranza sabe conservar: el triunfo de la escuela de la tapia. El chiquillo que creció afilando puntillas, cepillando chambergos para el despeje, recogiendo las sobras de los tentaderos, vaciando los terrones de sus zapatos, secando los pantalones cortos en las encinas, llevando los trastos al maletero y poniéndole la palma de su mano en el hocico —eje, toro— a la cabeza disecada de 'Flautino' va entrar hoy en el templo del Faraón, vestido de Giraldilla, para buscar los duendes de la lentitud y dejar tranquilo a Morante porque la escuela continúa. Hay que abrir bien los ojos. Hoy se hace torero, a mayor gloria de Sevilla, el hijo del alguacilillo.
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