La alberca

Las duquelas del Paula

Rafael era un 'errabundo volatinero' de Rilke, un hombre con muchas llagas abiertas, un genio atormentado

Rafael era un 'errabundo volatinero' de Rilke, un hombre con muchas llagas abiertas, un genio atormentado

RAFAEL le gritaba a Morante desde el callejón cuando 'Ligerito' se le quedaba dormido en la cuenca de sus naturales: «¡Échale de comer, échale de comer!». Había en ese ... alejandrino popular, con el hemistiquio justo en la coma de la embestida, un remite involuntario a las 'Elegías de Duino' de Rilke, ese poema en el que el bohemio se pregunta de manera inconsciente uno de los grandes misterios del toreo: «Pero, ¿quiénes son, dime, esos errabundos volatineros, / aún más fugaces que nosotros mismos / a los que ya desde edad muy temprana los retuerce apremiante, / para quién, por inclinación a quién, una voluntad siempre descontenta?». ¿Quiénes son, en efecto, esos enigmáticos duendes, aún más eternos que la memoria, a los que les convulsiona la urgencia del infinito cuando se ponen delante de la fiera mitológica de España? Esos errabundos volatineros irguieron la plaza como un partenón griego, una vieja fortaleza micénica que acunó a la civilización, un templo fundacional de la acrópolis contemporánea. No olvidemos nunca que el toreo es exactamente esperanza y, por lo tanto, progreso. Es esperar al toro soñado, esperar a la inspiración del torero, esperar al inexplicable rebujo de la academia con la selva. Y es también una conexión suprema, una acronía, una experiencia casi divina.

«¡Échale de comer, échale de comer!», le gritaba el errabundo volatinero Rafael de Paula a Morante desde el callejón en ese estado de entendimiento que supera las leyes de la gravedad. El gitano era el pregonero de aquella obra maestra y desde el atril del burladero le pedía más distancia para que el toro enseñara su viaje: «Piérdele dos pasos, que la gente lo vea venir y el muletazo sea infinito». Fue ahí cuando Paula recitó el verso taurino más bello que he escuchado en mi vida: «¡échale de comer, échale de comer!». El toro arrimaba el gemido a la muleta como queriendo comer la yerba en la mano de su dueño. «¡Échale de comer!». Tras la estocada le pidió aún otra cosa: «Dale otro, que todavía le cabe». Dos más le encajaron después de muerto. En su 'Teoría de la muleta', Gregorio Corrochano explicaba que «la faena más perfecta es aquella en la que el toro cae herido en el mismo sitio donde se le dio el primer pase». Esa es exactamente la geometría indeliberada de la gran tauromaquia. Y quien ha estado en ese cruce de espacio y tiempo, jamás va a salir de ahí. Un día después, Rafael de Paula se encogió en los elogios porque esa era su condición fuera de la plaza, la de un genio atrabiliario con una toalla al cuello para contener la hemorragia de sus llagas. El jerezano era un errabundo volatinero con la voluntad siempre descontenta. Pero se transformaba con el toro en el ruedo. «¡Más allá de los mares!», le pedía a Morante que se llevase a 'Ligerito'. Porque, en el fondo, cuando hoy lo estén enterrando debería sonar en la iglesia de Santiago el eco de Terremoto para susurrarle al oído la seguiriya de Manuel Machado: «Mira si mi pena es mala / que es una pena que yo no quisiera / que se me quitara». Más allá de los mares.

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