CÓRDOBA ENTRE LÍNEAS
Manuel Luque, bibliófilo: «Tengo libros que no están en la Biblioteca Nacional»
entrevista
Empezó coleccionando programas de cine y atesora más de 35.000 volúmenes, que custoria su Fundación de Montilla
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Córdoba
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Iniciar sesiónNo todo el mundo puede presumir de que los Reyes de España hayan posado sus ojos en los libros de uno. Manuel Ruiz Luque sí. Este montillano de 88 años, que ha acopiado a lo largo de su vida más de 35.000 ... volúmenes dedicados sobre todo a la historia local, es el principal colaborador de la exposición 'Libros y autores del Virreinato del Perú' que esta misma semana han inaugurado en Cádiz Sus Majestades Don Felipe y Doña Letizia, y dentro de los actos programados con motivo del IX Congreso Internacional de la Lengua Española.
El municipio en el que Ruiz Luque nació meses antes de que estallara la Guerra Civil ha decidido otorgarle el grado de Hijo Predilecto: se trata de una distinción más de las que goza este ilustre vecino de la Campiña, entre ellas la Medalla de Andalucía, el Premio 'Tomás de Aquino' de la Universidad de Córdoba, el título de Caballero de la Imperial Orden Hispánica de Carlos V que otorga la Sociedad Heráldica Española, y el asiento de ingreso como miembro de la Association Internationales de Bibliophilie.
Montilla nombrará al bibliógrafo y editor Manuel Ruiz Luque como Hijo Predilecto
David JuradoEl patronato de la fundación de su biblioteca, donde participa el Ayuntamiento, realiza la propuesta por «sus 70 años de entrega a la cultura»
Padre de cinco hijos, Manuel Ruiz Luque da nombre a una Fundación situada en el centro de Montilla que custodia la gran parte de los libros que ha coleccionado desde su juventud. El resto está en su casa, muy cerca de la iglesia de San Francisco Solano, donde tiene seis mil. Allí recibe a ABC. «Esta habitación es el reducto para calmar mis vicios», saluda el octogenario, afectuoso, de voz calmada y mente sosegada y aguda, y que abre la conversación con una referencia a sus orígenes familiares.
—Mi padre y mi madre tuvieron que salir de aquí del pueblo en el año 36, porque la cosa se estaba emponzoñando. Se fueron hasta Espejo andando, de noche. A cuatro o cinco de mis tíos los habían fusilado ya, seguramente por ser derechas. Mi madre salió embarazada del pueblo y conmigo en brazos, que tenía poco más de un año.
—¿Se quedaron allí, en Espejo?
—No, en Espejo cogieron útiles y se fueron hacia Valencia, donde nació una de mis hermanas, y luego lo hizo otra en Campos de Criptana. A una de ellas le pusieron al principio en el Libro de Familia que se llamaba Libertad, pero cuando volvieron a Montilla y fueron a renovar el libro y hubo que rasparle lo de Libertad y ponerle Ángela. No se podía llamar así,... hombre por Dios. Cuando volvieron a Montilla nacieron cuatro hijos más. Somos siete hermanos. Mi infancia fue como la de cualquier chico de esta época: solo estuve un año en el colegio, pero con notas de matrículas de honor, pero me quitaron del colegio y me pusieron a trabajar.
—¿En el campo?
—No. Mi padre era albañil, él hizo esta casa en la que estamos, y compró una especie de chatarrería que también llevaba cartones y papeles después y durante muchísimo tiempo. Yo, con doce años, transportaba los metales a Lucena en bicicleta, a lo de Bernardo Román de la Blanca; me pagaban y luego me venía, también en bici. Era un chiquillo más, y por suerte empecé a reunir programas de cine, tebeos, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar, Juan Centella, que están por ahí todavía las colecciones pequeñas, y luego me dio por los cuentos pequeños, por los librillos, y empecé a leer, y eso era una reguera. Mi padre tuvo también la suerte de comprar dos o tres restos de bibliotecas que había en Montilla, no de la autoridad sino de particulares, y eran muchísimos libros, y yo quería quedarme con todos. Conservo los más selectos a mi entendimiento: los guardé yo. Crecía en ese aspecto, con el hecho de mantenerlos. Eso fue el germen de todo, junto con las propagandas de cine, de las que también tenía colecciones: siendo un chiquillo me escribía con media España, con otros chiquillos, cambiándonos postales. Esto era algo tan sumamente atractivo que te enganchaba. Yo llegué a ser, prácticamente, el que tenía más propaganda de cine de la provincia de Córdoba. Son las cosas casuales que coinciden contigo.
—Y luego empezó a coleccionar libros.
—No, a coleccionarlos no. Sino a reunirlos. Que es distinto. Hasta que me tuve que ir a la mili de voluntario en el año 1953. Estuve en Sidi Ifni, en aviación, hasta que me licencié con 19 años y regresé a Montilla. En la mili se escapó uno... (risas) Antes de irme hice un cursillo de fotografía por correo, que fue otra cosa que me enganchó mucho. Aprendí a hacer fotografías antes de irme a la mili, y dejé pagado el alquiler de una habitación para que fuera mi estudio... Cuando acabé la mili y volví a Montilla pagué lo que me quedaba del alquiler y me establecí.
—Desde entonces ha sido fotógrafo. ¿Así se ha ganado la vida?
—Ha sido un recurso. Un recurso desde el punto de vista psicológico. Era donde yo tenía posibilidad de hacerme con dinero para seguir coleccionando. Hacía fotografías de retratos a personas, de medio cuerpo. Entonces se hacían pocas. Las primeras clientes fueron las muchachas: yo les hacía las fotos, las imprimía. Mi estudio se llamaba Ruquel. Había otro fotógrafo, pero era de Córdoba. Mi hija sigue en el estudio, pero en otro sitio, porque en el que estábamos antes no había manera de hacer murales porque era pequeño. Allí he estado treinta años.
—Habrá retratado usted a Montilla entera en tantos años...
—Sí, sí. Uno agradece la simpatía y el agradecimiento de la gente.
«Una biblioteca es como un desierto: no puedes perder el norte, tienes que ir a algún sitio»
—¿Haciendo fotos de retrato se puede conocer el alma de las personas?
—Para eso ya hace falta lijar mucho los ojos y quitarse la lija de las manos. Si eres un buen psicólogo es posible.
—Usted, que es un hombre de libros y de fotos, ¿cree que una imagen vale más que mil palabras?
—Sí, pero si escudriñas dentro de la fotografía, porque la fotografía tiene muchos puntos detectables, desde la perspectiva a la toma, y algo que pertenece a una escala superior desde el punto de vista intelectual. Como no lo consigues es como los gitanillos del minuto: 'Ponte aquí que disparo'. Otra cosa es en el estudio, que sí da para más profundidad. Pero pasa como en todos los oficios: hay un momento en el que se plantea cualquier necesidad vital que tenga uno.
—Cuidado con pasar tanto tiempo entre libros, que Don Quijote se volvió loco de tanto leer.
—Con los libros uno sueña... Soñar se sueña, porque presumo que el ser humano está hecho para eso... Pero lo que no puedes hacer es perderte en el horizonte. Esto es como un desierto: para dónde tiro... Uno tiene que medirlo, tienes que moverte en una dirección aunque luego tengas que volver. Es un trabajo que siempre estás haciendo, favoreciendo, desarrollando con tu intelecto para conseguir eso que estás buscando.
—Qué es lo más atrevido que ha hecho por un libro.
—No, locuras no he hecho. El mejor encuadernador que ha habido en la Historia se llamaba Antolín Palomino, que era de Madrid. Yo era íntimo amigo de Andrés Sierra de Mendoza, el librero que había en lo alto de la calle de la Feria, en el recodo, y que tenía una librería antigua. También me hice amigo de Luis Gordón, un librero de Madrid. Con ellos, le encargué un anagrama tallado a un montillano que arreglaba barriles. Tampoco fue una osadía.
«Los libros no se prestan»
—¿Quien presta un libro pierde un libro y un amigo?
—Los libros no se pueden prestar.
—¿Esto es un vicio insaciable?
—Sí... Lo que pasa es que uno lo mide bien... Utilizas cualificadamente lo que ya sabes. Yo tengo un montón de libros que no están ni en la Biblioteca Nacional. Cada vez estás más suelto en esto. Tanto que te envidias a ti mismo: te miras al espejo y te preguntas: ¿Seré yo éste?
—Cuántos de los que tiene ha leído.
—Consultarlos, todos. Miles. Excepto los que he comprado en lote.
—Borges, en su ceguera, se preciaba de poder reconocer dónde estaba cada libro de su biblioteca.
—Sí... Yo he estado abajo, en la casa, y le he dicho a alguien que subiera a por algún ejemplar a la biblioteca y le he dicho dónde estaba exactamente. Pero yo no entiendo eso como un don, sino como algo natural. Son cosas que recuerdas.
—Cuál es el secreto para que algo tan antiguo y tan básico como un libro sobreviva tantos siglos, cuando el gremio temía que cayera en desuso con la irrupción de las nuevas tecnologías.
—Las tecnologías son muy rápidas y pueden ser muy útiles, pero no permiten que la mente solidifique lo que lee y convertirlo en una plataforma de pensamiento, mientras que el libro, lo abras por donde lo abras hablará siempre de lo mismo, aunque con diferentes perspectivas. El libro es una cosa insustituible. Pero hay que tener en cuenta que antes de que apareciera el libro ya se escribía, aunque se hacía en barro, en ladrillos, en madera, se esculpía...
—Irene Vallejo dice en 'El infinito en un junco' que la escritura y luego el libro hicieron al hombre más reflexivo y agrandaron su capacidad de pensarse a sí mismo.
—Cuando Gutenberg terminó su obra, la imprenta, se dio cuenta de que lo estaba haciendo era multiplicar las palabras: yo no había que esculpir cincuenta veces una letra. Con esto, la persona empieza a dejar de ser animal para convertirse en eso, en persona, a lo que algunos creo que todavía no han llegado.
—Vallejo también apunta a que la tecnología más puntera imita a las formas primitivas del libro: los 'Kindle', por ejemplo, tienen la misma apariencia que las tablillas de la antigüedad.
—Sí. Hay cosas que no cambian por mucho que pase el tiempo: cuando hoy en día alguien tiene que decir algo en público ha de escribirlo antes, como se ha hecho siempre. Hay cosas que van consustancialmente con el ser humano.
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