El verano después del volcán: todavía arde la soledad de los palmeros
Diez meses después de la erupción
Muchos perdieron sus casas, su trabajo y su medio de subsistencia. También la paciencia y hasta la esperanza. Jamás resurgir de las cenizas fue tan difícil
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Karina Sainz Borgo y Nerea Balinot
Santa Cruz de La Palma
Los últimos comensales de Las Norias Grill se marcharon sin pagar. Paolo aún conserva las facturas que su caja registradora imprimió a las tres y cuarto de la tarde del 19 de septiembre de 2021. Minutos antes, el volcán de Cumbre Vieja soltó un ... tapón de lava y fuego. «Eran clientes habituales, amigos casi. Les dije que se fueran. Se nos echaba el mundo encima». Diez meses después, el restaurante de Paolo es una de las pocas edificaciones que sobrevivió a los 85 días de lava, fuego y ceniza. Un milagro hecho a base de voluntad, esfuerzo y dinero, además de horas y cuadrillas de trabajo.
A su asador acudían antes las familias de turistas, gente que gastaba a gusto en comidas y fue feliz en parajes que ya no existen: Todoque, un enclave que desapareció bajo la lava, y Puerto Nao, el mayor balneario de los palmeros, y que ahora tiene el aspecto de un municipio fantasma. Está cerrado a cal y canto por el peligro de los gases de la colada sur. Ahí donde antes cenaban los alemanes en temporada de invierno y los isleños colapsaban el salón durante el verano, se sientan ahora operarios y plataneros que apuran la última cerveza antes de cruzar el paso.
Cuatro veces al día, los palmeros que necesitan cruzar la mancha de carbón que cubre el suroeste de la isla entran y salen por turnos: a las seis y media, siete y media, doce de la mañana y dos de la tarde; el último, a las ocho. Paolo, el turinés que llegó a las Islas Canarias hace casi 40 años, da de comer y beber a los que van o regresan de La Laguna y Los Llanos, donde viven la mayoría de realojados y afectados por el volcán, también a los ingenieros y operarios que trabajan para despejar una zona de guerra que no huele a pólvora, pero sí a azufre.
—¿Qué empuja a alguien, a los 63 años, a reabrir un restaurante al pie de un volcán?
—¿Y qué hacemos? Hay que trabajar y ya está. Los planes que uno tenía hay que remodelarlos un poquito.
—Usted ha perdido varias casas, sus amigos y conocidos también. ¿Qué siente ante eso?
—Sinceramente, no queda otra. Hay gente mayor que yo. ¿Cómo va a empezar? Esto tardará años, así que mejor no pensarlo.
—¿Cuándo los veranos volverán a ser como antes?
—Como antes no existe. Con el Covid dejaron de existir y ahora con el 'volcano', menos. Hay que olvidarse, empezar de nuevo y ya está.
En menos de diez minutos han pasado tres camiones cargados con roca volcánica. Limpian un paisaje con aspecto de cenicero, ese fin del mundo al que la vida tardará en volver. «Estamos a treinta metros de donde paró la lava», dice Paolo. «Ahora que hay carretera es más sencillo traer la mercancía. Sigo cargándola yo: el agua, la cerveza, el pescado, la carne, la verdura, pero al menos ya no tengo que dar la vuelta completa al volcán».
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Paolo se gira y señala en dirección al Cumbre vieja. «Entre las legales y las ilegales, el volcán se llevó alrededor de 2.500 camas turísticas y no eran camas de mala calidad, sino viviendas para gente con poder adquisitivo, que gastaba dinero, compraba buen vino, se permitía una buena comida…». Son las tres y media de la tarde, la hora con más clientela en Las Norias Grill. Y aunque Paolo ha contratado a cinco, los camareros no dan abasto. «No queda otra», repite antes de volver a la cocina. En el salón, las facturas del 19 de septiembre permanecen expuestas junto un florero relleno con piedras de lava y llaves de las tres casas que perdió bajo el volcán.
Desde que el Cumbre vieja sepultó su casa y la de su familia, Cecilia sueña que está de pie en una plaza pública. La rodean puertas abiertas que intenta cerrar. No importa cuánto corra, jamás lo consigue. «Estoy atrapada por cosas que no alcanzo a resolver». Esta mujer de nombre postizo que no quiere ser fotografiada llora a cara descubierta al pie de un volcán. «Son demasiadas trabas. Papeles, papeles y más papeles», cuenta mientras dos lágrimas bajan por sus mejillas.
En la misma mesa, tres hombres se atrincheran en la desconfianza. Acceden a hablar, pero sin decir sus nombres. Tampoco quieren que los graben ni los fotografíen. No aceptan siquiera un café o un vaso de agua. Antes del Cumbre Vieja eran empresarios del turismo, personas que alquilaban casas por temporadas, hoy se sienten mendicantes. «Aquí cada quién va por separado, mirando lo suyo», dice Juan, un sujeto sin apellidos. «Acabarán por obligarnos a ceder la propiedad para dárselas a grandes corporaciones, para hacer un turismo masificado». Mira a los lados, cauto, por si alguien lo escucha.
—La mayoría de las personas no quiere hablar y los que lo hacen prefieren el anonimato. ¿Por qué la desconfianza?
—Aquí cada quién mira por lo suyo —contesta Mateo, la persona citada para la entrevista y que acabó presentándose con cinco más.
—¿Les niegan las ayudas? ¿Qué pasa exactamente?
—Todo era solidaridad, pero eso ya pasó.
—¿Estaban declarados los ingresos de esos alquileres? ¿eran legales?
—¡Hombre, que si lo eran…! ¡Yo tengo una sociedad y unas escrituras! Pero el Gobierno no se entera ni siquiera de la información de catastro.
—Pero tú bien sabes… —se interrumpen entre ellos— que mucha gente no tenía todo al día.
Mateo guarda silencio. Dueño de dos complejos turísticos entre el Paraíso y Puerto Nao, perdió cinco de las siete casas que alquilaba a los turistas alemanes en invierno. «Entendemos que la prioridad son las primeras viviendas. Es lo lógico y lo justo, pero llevan ya meses sin proyectos ni soluciones.
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Los palmeros no entendemos el turismo del todo incluido, ni de los grandes hoteles. Alquilamos a gente conocida, que siempre vuelve y acaba formando parte de la isla. Queremos recuperar nuestras casas». Al escucharlo, Cecilia se muerde las uñas. Parece exhausta. «Mucha gente tiene ganas de rendirse. Sólo quieren olvidar», dice como si escuchara las puertas abiertas que aún baten en sus pesadillas. Los palmeros nacen y se hacen. A Steven lo conocen casi todos en el municipio. Llegó hace veinte años desde Amberes para trabajar como guía turístico. Comenzó en el norte de la isla y ahora se gana la vida con las visitas guiadas a la zona de exclusión, rutas aprobadas por el Cabildo y que se ofrecen a través de los servicios de empresas privadas.
Cuando comenzaron, Steven se sintió incómodo con las excursiones. «Es como hacer turismo de la tragedia, de la destrucción», dice desde el mirador de Tajuya. Su casa está muy cerca. La lava se detuvo a trescientos metros de su portal. Aún recuerda levantarse cada mañana con cenizas entre las muelas. Hoy, hace tres o cuatro visitas diarias al volcán, grupos de máximo 14, a treinta y cinco euros por persona.
No a todos les sienta bien el turismo de volcán. «Si quieren nos ponemos el taparrabos y hacemos el mono», dice Óscar al otro lado del teléfono. La mañana acordada para conversar no pudo cruzar a tiempo hacia Los Llanos. En Todoque, en la parte sur de la colada, cuesta moverse: la zona ha dejado de existir sepultada bajo la lava. Su calle es la única que quedó. Óscar no quiere marcharse a los apartamentos que ofrece el gobierno. Aunque sepultados, la casa y el huerto son suyo. Lo construyó hace más de treinta años pintando paredes para los alemanes que en los setenta invirtieron hasta convertir aquella zona modesta en un barrio residencial.
Óscar tiene 57 años y está dispuesto a trabajar lo que haga falta para volver a construir sobre la lava. «Quieren convertirnos en zombies. Nos dicen que llevábamos una vida de lujo, pero eso no es cierto. Teníamos calidad de vida, nos la ganamos cuando nadie quería venir a vivir aquí». A la pregunta sobre el paso del tiempo, responde con las tripas: «El tiempo te va llevando a la realidad, a lo que cambió en tu vida: el paisaje, tu relación con la gente de un pueblo pequeño en el que todos se conocían, y que quedó sepultado bajo la lava. Eso cambia tu perspectiva, y no para mejor. Aquí no queda nada, pero bajo ese bloque de lava sigue estando mi casa y sigue siendo mía. El verano, para mí y mi familia, supone buscar soluciones, y en eso estamos. Vacaciones me parece que no tocan».
La palabra descanso y verano significan otra cosa en esta isla. Jacob es jardinero. Desde hace meses vive de replantar y rehacer jardines, barrer cenizas y esperar, paciente, a que las plantas vuelvan a nacer. Al comienzo pensó marcharse, pero el trabajo no le falta y, a diferencia de sus padres, dice tener tiempo suficiente para reconstruir. «Los palmeros somos así, crecimos aquí, somos de esta tierra, la cultivamos y la trabajamos», dice. A sus espaldas, la puesta de sol embellece la hendidura del Cumbre Vieja, un volcán dormido que sigue ardiendo en la memoria y la vida de los habitantes de La Palma.
Todo es nuevo y confuso para los Lorenzo Armas. Lo fue en la Navidad que no pudieron celebrar en los jardines de El Pastelero. Lo es ahora, en el verano de una vida sin respuestas. Remedios Armas sigue siendo la mujer esmerada y escrupulosa. Va impecable, siempre. Sigue viviendo en el piso de 40 metros con sus tres hijos: uno de quince y los mellizos, de diez años. «Si no eres propietario, estás perdido, estás solo. La casa no estaba a mi nombre, sino de mi madre. No tengo derecho a nada para conseguir una casa nueva».
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De diciembre hasta hoy, su ánimo se ha combado. Cambió la rabia por la resignación. Tiene que resolver ella sola; y lo sabe. Diez meses después del estallido del volcán, no ha regresado al lugar donde crecieron ella, sus hermanos, sus tíos y sus hijos. Es la casa que fue de sus abuelos y vio pasar tres volcanes: el de 1949, el de 1971 y este, el de 2021. Tras meditarlo, y mucho, acepta ir a verla. «Desde el camino al cementerio se ve bien. La psicóloga me ha dicho que puedo verla desde ahí». Mintió.
Orientándose entre escombros, dio con la vía que conduce al Paraíso, el sector más afectado por la lava y hoy permanece vallado como parte de la zona de exclusión. Cuando el coche se detuvo ante un cartel que advierte la peligrosidad de los gases tóxicos, ella se bajó. Echó a correr en dirección a la que fue casa. La consiguió, o así lo cree ella, bajo una lápida de tierra volcánica. «Ahora ya sé que no existe. Ahora ya lo sé».
«A nadie le gusta el volcán, pero es de lo que podemos vivir»
El consejero de Turismo del Cabildo no conoce las cifras exactas, no las sabe o no las recuerda, pero es capaz de explicar la situación sin rodeos. «El turismo es el segundo sustento. La isla vive del plátano, pero el volcán arrasó la zona de mayor producción. A nadie le gusta el volcán, pero es de lo que podemos vivir. Nos toca tirar por el turismo. La Palma era la gran desconocida y el volcán, en este momento, ha dado la mayor conectividad turística», dice Raúl Camacho para explicar las rutas guiadas a la zona de exclusión.
El estado de ánimo y escepticismo de los palmeros es, a su juicio, inevitable. «Y quién no va a estar así. Lo hemos perdido todo: las infraestructuras, las plantaciones, las viviendas…». Al escuchar sobre el temor de los afectados ante la implantación de un turismo masivo, Camacho lo descarta por completo: «No lo permite nuestra idiosincrasia. Nuestro modelo de turismo es diferente y se mantendrá así. La gente alquila sus casas, y hay quienes regresan todos los años. Es como si tuviésemos una familia».
La erupción del volcán Cumbre Vieja es la tercera en menos de un siglo. Tras 85 días y más de 250.000 toneladas de dióxido de azufre, las cifras hablan por sí solas. Más de 1.200 hectáreas sepultadas por la lava, más de 7.000 personas evacuadas, 1.676 edificaciones destruidas, de las cuales 1.345 eran viviendas; 73 kilómetros de carreteras arrasadas, 370 hectáreas de cultivos, colegios, un polígono industrial y parte de un cementerio. Zonas como Todoque ya no existen. Puerto Nao y La Bombilla permanecen aisladas.
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