Nueva York, del jamón a la propina: 'turistadas' en la Gran Manzana
diez coSas que usted no debería hacer en
La ciudad recibe más de 60 millones de visitantes cada año. Una guía para no estar entre los que meten la pata
Guía para sobrevivir olímpicamente
Nueva York
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Iniciar sesión1.- Hacerte el simpático en inmigración. El primer neoyorquino con el que uno se topa nada más pisar suelo estadounidense es un agente de inmigración. No es un policía cualquiera que te mira el pasaporte. Es la autoridad migratoria, él abre o cierra ... la puerta en EE.UU. Su trabajo es tedioso y está mal pagado. No es una buena idea echarle la bronca por lo larga que ha sido la cola. Tampoco hacerse el gracioso o el simpático –«¡En su placa pone Hernández! ¡Yo soy Hernández de tercer apellido, igual somos primos!»– con aspavientos.
2.- Traer jamón. Poco después de haber sorteado a Hernández, el viaje puede empezar con mal pie por razones ibéricas. No se puede llevar jamón ni otros productos de cerdo. Los agentes de aduanas pueden inspeccionar el equipaje. O puede aparecer el temido 'beagle' de la terminal y detectar el olor a dehesa con su hocico experto. El resultado es un disgusto y la posibilidad de una fuerte multa. Si la idea es un bocata en Central Park con jamón barato, tendrá que ser 'prosciutto' del súper.
3.- Cuestionar la propina. En el taxi camino al hotel, es conveniente hacer un ejercicio terapéutico: la aceptación de la propina ubicua. Sí, el sistema de la propina es ineficiente, incoherente, injusto, incomprensible. No, usted no va a poder cambiarlo en su semana de vacaciones en Nueva York. Los 'cruzados' contra la propina solo consiguen malas caras o incluso broncas de los camareros afectados. Adáptase y apoquine el 18% o 20%.
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4.- Caminar a la española. Las aceras en las zonas más concurridas o los pasillos del metro son ríos de gente. Todo el mundo tiene prisa. Los neoyorquinos ejecutan una coreografía caótica en la que avanzan con cafés en vaso de papel y metidos en el mundo de sus auriculares. No hay peor noticia para ese baile que un grupo de turistas españoles de tertulia en medio de la acera. O dos señoras, agarradas del brazo, que se paran de repente en la Sexta Avenida para acabar de compartir una receta de pochas con almejas.
5.- Ir a Times Square (más de una vez). Para los neoyorquinos, Times Square es el purgatorio. Se dan el pésame si uno cuenta a otro que al día siguiente tiene que ir por el célebre cruce de Broadway con la Séptima Avenida. Es un follón indeseable de turistas, buscavidas, espectáculos callejeros mediocres, gente disfrazada de personajes infantiles con el traje desgastado, baratijas de todo a cien, reclamos turísticos de la peor calaña, restaurantes despreciables en una ciudad donde se puede comer de maravilla y olor a pincho requemado en los carritos. Hay que ir a ver las luces de sus pantallas y observar el caos. Y no volver.
6.- Cenar a las diez y media. Es cierto que en Nueva York se puede comer a todas horas. Pero, pasada cierta hora de la noche, las opciones son limitadas. Un trozo de pizza, un sandwich de un 'deli', algo precocinado en la nevera de una parafarmacia o, con suerte, tener cerca un 'diner' abierto 24 horas. Hay gente que cena tan temprano en esta ciudad que uno puede pensar que es un almuerzo tardío o una merienda abundante. Encontrar mesa para una cena de verano a las 22.30 es casi imposible. Igual que lo es alargarse en la sobremesa, con cafés y copas. Le invitarán a largarse, con más o menos educación.
7.- Quejarse de los precios. Las cervezas a 10 dólares. La copa de vino intrascendente, a 16. Más de 80 dólares por subir al Empire State. Cientos más por una buena entrada a un musical o por ver a los Knicks. Sí, Nueva York está muy caro. El cabreo cada vez que hay que sacar la cartera no lo cambiará. Las opciones son quedarse en casa, descubrir las decenas de planes maravillosos que hay gratis o muy baratos o subirse en la montaña rusa consumista y cerrar los ojos hasta que llegue la cuenta de la tarjeta de crédito.
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8.- Ir a un español. Que un turista español vaya a comer a un restaurante español en Nueva York merece un nuevo tipo en el código penal. No es por que no haya buenos restaurantes españoles –los de José Andrés o Dani Garcia son algunos ejemplos–, entre muchos otros que son lamentables. Es el coste de oportunidad de perderse la extraordinaria oferta gastronómica de Nueva York. Un bocadillo de centollo de Maine, una almuerzo de 'dim sum' en Chinatown, un pollo 'jerk' caribeño, un pastrami grasiento, un bagel judío con salmón, una noche de tapas indias, un 'omakase' que requiere un préstamo del banco, un tailandés para llorar de picor y de alegría, una barbacoa coreana, un guiso senegalés… El pincho de tortilla puede esperar una semana.
9.- Comer la mejor pizza o hamburguesa de la ciudad. Quizá el 'jet lag' desate la audacia, pero es enternecedor ver a los turistas que proclaman «¡he comido la mejor pizza de Nueva York!», «¡fui al mejor sitio de hamburguesas!». Ya es ridículo cuando lo dicen los neoyorquinos, imagínese para alguien que lleva cinco días de visita.
10.- Verlo todo. Es agotador solo escuchar una jornada turística. «Por la mañana fuimos a una misa gospel en Harlem. Luego dos horas en el Met, recorrimos Central Park y bajamos a pata la Quinta Avenida hasta Washington Square. Después, tiendas en el Soho, en metro al museo del 11S y al puente de Brooklyn para el atardecer. No teníamos energía ni para cenar. Así los cinco días». Así se acaba odiando una ciudad. Es mejor dejarse cosas para la próxima vez. Y pasar más tiempo sentado en un banco o en una terraza, viendo pasar gente. No hay mejor plan en Nueva York, o en cualquier otro sitio.
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