MÚSICA

«El mundo de la música no es fácil, pero los prejuicios están ahí para derribarlos»

Christina Rosenvinge y Luz Casal, ganadoras del Premio Nacional de Músicas Actuales, se reúnen en el Café Comercial con motivo del 30 aniversario de ABC Cultural, para repasar sus respectivas carreras y analizar cómo ha cambiado la industria

Christina Rosenvinge (izquierda) y Luz Casal, en el Café Comercial José Ramón Ladra

Christina Rosenvinge (Madrid, 1964) llega al Café Comercial en una bicicleta del servicio público de Bicimad. Las usa casi a diario para moverse por el centro de la capital, pues vive no muy lejos, en un piso del siglo XIX situado en el Madrid ... de los Austrias, junto a los barrios de Lavapiés y La Latina. Tuvo la suerte de comprárselo «hace años, en pesetas y a un precio razonable», asegura. Dentro espera Luz Casal (Boimorto, 1958), que ha llegado a las 10.30 en taxi, con sus gafas de sol y la correspondiente mascarilla.

Las dos Premios Nacionales de las Músicas Actuales , de 2013 y 2018 respectivamente, se saludan cariñosamente. Se conocen desde hace años, aunque no lo supiéramos al contactar con ellas con motivo del 30 aniversario de ABC Cultural . La última vez que coincidieron fue antes de la pandemia, en 2018, cuando Rosenvinge actuó en el Festival de la Luz que Casal organiza en su pequeño municipio natal coruñés. «¡Qué bonito es, por cierto! ¡Una maravilla!», comenta la cantautora madrileña de origen danés.

El maquillador profesional que han solicitado busca un sitio con luz en el piso de arriba, en la misma sala donde antaño celebraban sus tertulias poetas como Antonio Machado, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro o Gloria Fuertes. A su lado, el fotógrafo de ABC, José Ramón Ladra, coloca los flashes para la pequeña sesión, después de regresar del aeropuerto de Barajas, donde ha retratado de madrugada a los repatriados españoles que huían de Ucrania. «Qué día más intenso, ¿no? Por suerte para ti esto es menos duro», añade Rosenvinge. Ambas no pueden evitar interrogar a nuestro compañero sobre las escenas que se ha encontrado. La música queda en un segundo plano:

Luz Casal: Hay muchos conflictos para emocionarse, pero tengo dos ucranianos muy cercanos en mi vida y estoy muy preocupada. ¿Cómo voy a centrarme con una invasión aquí al lado? Putin se ha quitado la careta y parece dispuesto a todo, mientras millones de personas alrededor observamos estupefactas. Se me caen las lágrimas.

Christina Rosenvinge: Pues sí. Es tremendo ver a chavalines casi menores de edad cruzando el continente para volver a casa y luchar por su país.

Hechas las fotos, antes de sentarse, Casal hace un ‘écarté’, el movimiento básico de los bailarines de ballet, para estirarse. Surgen entonces las coincidencias. Durante años compartieron foniatra, Lidia García, la misma que sacó lo mejor de las voces de Antonio Vega, Miguel Ríos, Ana Belén, Alaska, Leiva, Josele Santiago, Leonor Watling, Santiago Auserón, Ana Torroja y muchos más. «Y el otro día leí en Wikipedia -arranca Rosenvinge- que también bailaste en la academia de Karen Taft [coreógrafa danesa que llegó a España en 1943 y murió en Madrid en 1997] y en la de Arnold Taraborelli en la calle Libertad».

Luz Casal J. R. Ladra

«Ahí conocí a Lindsay Kemp [mentor de David Bowie y último mimo corporal del siglo XX]. Durante cinco años bailé todos los días y a todas horas… clásico, flamenco, de todo, pues consideraba que en el escenario había que saber estar, aunque no hiciera coreografías de quinientos movimientos», responde animada la responsable de éxitos como ‘Piensa en mí’. Y sin preguntarle, reconoce comprar ABC todos los sábados, desde hace mucho, para leer este suplemento. Dice, incluso, que se lleva de gira los que no ha terminado y cita a sus críticos favoritos de arte y teatro.

—Tendrán recuerdos de juventud en este barrio, Malasaña.

C. R.: : Recuerdo La Mala Fama, un bar asociado a La Tripulación, un grupo montado por Alberto García-Alix [en la calle Barco, que tuvo como socios a Jaime Urrutia, Alaska o Almodóvar, entre otros]. Pasé muchas horas allí con esa panda de desarrapados [risas] que editaban sus fanzines.

L. C.: : Yo tengo muchos recuerdos del antiguo pub Santa Bárbara, en la calle Fernando VI, donde me reunía a finales de los 70 con amigas que luego se dedicaron a la política de una manera muy entregada, a la literatura o al cine. Había mucha inquietud en esa época.

—Dígame uno de los políticos…

L. C.: Cristina Almeida, que sigue siendo amiga, aunque la vea menos. Era abogada laboralista. Su prima, secretaria en el despacho de la calle Atocha, el de la matanza, ha sido mi mejor amiga durante décadas.

—A diferencia de ahora, en aquella época los menores de edad podían ir a conciertos.

C. R.: Sí. Eso tendría que cambiar en el futuro, es muy importante para el tejido cultural de la ciudad. En nuestra época eso alimentó que todo el mundo quisiera montar una banda.

—¿Habrían cambiado la música por tener una carrera en la danza y ser más anónimas?

L. C.: Yo desde niña siempre supe que me iba a dedicar a la música. Tenía claro que no iba a ser bailarina, no tenía la soltura de mis compañeras.

C. R.: Yo sí lo soñaba. Con 6 años pedí clases de piano, pero mi madre me dijo que no cabía uno en casa y me apuntó a ballet. En la escuela del barrio era la que más dedicación tenía, pero al entrar en una academia más profesional, comprobé que no tenía la potencia ni la flexibilidad suficientes. Aún así me pasé al ballet contemporáneo y seguí hasta los veintitantos. Con 16 años ya iba a baile con una chupa de los Ramones.

—Esas influencias tan dispares parecen más propias del presente, con el acceso a toda la música del mundo en la Red.

L. C.: Una de las grandes dificultades de mi vida ha sido explicar cómo cohabitaban en mí mundos tan distantes: el ballet, la ópera, Shostakovich, AC/DC y Metallica. Christina y yo hemos podido mezclar cosas así, algo que ahora es normal, pero antes te obligaba a justificarte todo el rato, y me cansé.

C. R.: Es el precio por no ajustarse a un molde y no estar en ninguna tribu urbana. Ambas nos hemos movido libremente y hemos tenido la libertad de alimentar un estilo bastardo. Esos mundos no son contradictorios, conviven muy bien.

L. C.: Mi primer sencillo, ‘El ascensor’, de 1980, no era una canción de pop al uso, de hecho, tenía una gran influencia del reggae. Había visto a Bob Marley tres veces y estaba impresionada. Me preguntaba: «¿Pero esto qué es?».

—¿Dónde lo vio?

L. C.: La primera, en Londres, y la última, en Ibiza, tres meses antes de morir. Es uno de mis recuerdos más memorables.

—Ahora los músicos parecen más libres.

L. C.: Es una de las cosas que más me gustan, que ahora no tienen que dar explicaciones de lo que graban, aunque sea muy distinto de lo anterior. Lo de no poder salirte del redil siempre me pareció contrario a esta profesión. Tienes que hacer lo que te pida el cuerpo, aunque te arriesgues a no tener público.

—En estas mismas mesas se juntaron poetas como Machado, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro o Gloria Fuertes. ¿Alguno les influyó?

C. R.: Casi todos, es inevitable. Me alegro de que incluyas a Gloria Fuertes, porque ha habido una operación de rescate de su figura que me parece bonita e importante. Durante años no tuvo el prestigio que merecía y ha servido para que la conozcan las nuevas generaciones.

—L. C.: Todos han sido importantes para mí como lectora. Para escribir buenas letras hay que conocer bien a los buenos escritores y, en particular, a los buenos poetas. Coincido en lo de Gloria Fuertes, porque la poesía más popular y fácil siempre ha sido minusvalorada… ¡Como si tuviera que estar encriptada!

C. R.: : Ella usaba el lenguaje como un juego fonético y a mí eso me interesa como letrista. Puede parecer frívolo, pero estaba cargado de significado y mala leche, cosa que me encanta. Los que escribimos letras apreciamos esa cualidad de utilizar el sonido de las palabras más allá de su significado.

—Nunca renegó de aquel éxito de su etapa más comercial, ‘¡Chas! Y aparezco a tu lado’...

C. R.: ¿Por qué iba a renegar?

—Lo que quería decir es que reivindica que aquella letra tenía más enjundia de lo que se cree.

C. R.: Bueno, robé la idea de ‘Doña Flor y sus dos maridos’ (1966), una novela del escritor brasileño Jorge Amado que trataba sobre una mujer casada con un crápula que le daba muchos disgustos. Cuando este muere, se casa con un farmacéutico aburrido y empieza a echar de menos los polvos del anterior. Este comienza entonces a aparecerse como un fantasma para tener sexo con ella, y doña Flor obtiene lo mejor de los dos maridos. Así se me ocurrió el «¡Hago ‘chas’! Y aparezco a tu lado». En esa época estaba enamorada del realismo mágico y leía esas obras.

Christina Rosenvinga J. R. Ladra

La camarera pide disculpas, porque el salón donde nos encontramos está a punto de llenarse con los invitados de una boda. Nos ofrece una mesa en la planta inferior, que está muy concurrida a esas horas del desayuno, y aceptamos para seguir la charla.

—¿Nunca tuvieron que trabajar en otra cosa?

L. C.: Yo no.

C. R. Yo sí, de camarera, modelo y presentadora de televisión en el programa musical FM-2 [se emitió en La 2 en 1988]. Me dijeron que Diego Manrique estaba haciendo pruebas y me presenté. Luego me confesó que me escogió, no porque fuera mona o lo hiciera bien, sino porque era la única que iba a conciertos y estaba en la pomada.

—De lo que pensaban que iba a ser su carrera, ¿qué es lo que más les decepcionó?

L. C.: Las mías no vinieron de la música, sino de la actitud de personas ajenas. Tengo crónicas de conciertos de esa época en las que lo único que comentaban era cómo iba vestida. Era triste y humillante, me daban ganas de pegarme con todos, pero lo manejé con elegancia. Podía haber acumulado rencor y no lo hice.

C. R.: Ese mismo prejuicio sexista lo veo ahora como una anécdota, supongo que porque el tiempo me ha dado la razón. A mí se me ha cuestionado cada límite supuestamente infranqueable que he atravesado: dejar una banda de éxito y empezar en solitario, cambiar el inglés por el español… La música no es una profesión fácil, pero los prejuicios están ahí para derribarlos. La industria, por ejemplo, no entiende que, si tienes un disco de éxito, quieras cambiar en el siguiente. Ahora lo veo como un triunfo válido para las generaciones futuras.

C. R.: Sí, en 1989, porque las promociones eran muy exhaustivas. Nos pasábamos la vida haciendo ‘playbacks’ en televisión y me sentía explotada. Nunca perdí el control sobre la música, porque Álex [de la Nuez] y yo llevábamos cinco años haciendo canciones antes de fichar por Warner en 1987. Él componía la música y yo hacía las melodías y las letras. No me gustaba la forma en que la discográfica llevó la promoción, apostando solo por radios comerciales, y surgieron desavenencias.

—Su primer disco en solitario, ‘Que me parta un rayo’, del que ahora se cumplen también 30 años, fue un éxito. ¿Sintió vértigo al escribirlo?

C. R.: Tenía experiencia como letrista, pues adaptaba las letras de los artistas franceses que Warner lanzaba en España, pero ninguna como compositora. Me apunté a clases de guitarra, pero no quise aprenderme las escalas y le pedí a mi profesor un libro de canciones de Bob Dylan. Hice el disco con lo que aprendí de ‘Blonde on Blonde’ (1966). ¡Y funcionó!

—¿Solo por esos acordes?

C. R.: Y porque las letras estaban escritas en primera persona desde una voz femenina, con cierto punto de vista feminista para aquel momento.

—¿Eso no se había hecho?

C. R.: La manera en que las mujeres han sacado los pies del tiesto se ha manifestado de diferentes formas en la historia. En el cuplé, por ejemplo, ya encontrabas esa retranca y un posicionamiento que, visto desde hoy, puede parecer feminista, porque eran mujeres apropiándose de su sexualidad.

L. C.: ¡Mira a Raquel Meller!

—¿Y usted nunca temió perder el control de su carrera?

L. C.: Jamás he grabado algo que no quisiera ni me han amenazado con echarme. En Poly-dor, al sacar mi primer sencillo, me pidieron que me hiciera una foto como si fuera Cher, con una actitud guerrera. Dije que no y me la hice con un vestido normal de segunda mano.

—¿Cómo fue su experiencia de llamar a gente que lo estaba pasando mal con el Covid?

L. C.: Hice unas 2.200 llamadas en 60 días, de 18:00 a 20:00. Muchas de las historias que no puedo revelar eran durísimas. Percibir la realidad de esa gente fue una gran lección, y no es un eufemismo. Personas sin ingresos, que habían perdido tres familiares con los que convivían o que eran víctimas de violencia de género. Se desnudaban emocionalmente y, muchos días, Paco [Pérez-Bryan, su marido y exdirector de Radio 3] y yo terminábamos llorando. No podíamos con todo aquello…

—¿Alguna de esas historias saldrá en su próximo disco a finales de año?

L. C.: Solo una y de las más amables. El resto se quedan en mi cabeza y saldrán en el futuro, pero ahora me parece impúdico… Estamos acabando [dice susurrando a la grabadora con una sonrisa]. No estoy cansada, pero tengo que ir al baño.

—Está bien, las dos últimas. Tras los premios, ¿sienten que su carrera ya está a salvo?

C. R.: ¡Pero qué dices, en absoluto! Estás al borde de la bancarrota constantemente.

L. C.: El suelo siempre se mueve, no hay nada seguro, ni siquiera tu propia capacidad.

—¿Y echan de menos algo del Madrid de su juventud o prefieren mirar al futuro?

L. C.: Echo de menos tener tiempo para ir al centro, aunque a veces me dé coraje descubrir que los sitios que me gustaban ya no existen o tienen otro ambiente.

C. R.: Hay que huir de la idea de que lo que viviste ya no existe, porque es mentira. Yo ya no vengo mucho a Malasaña, pero voy a Lavapiés. Las cosas no se acaban, se mueven. Todas las generaciones inventan su propio lenguaje y sus ritos y ocurren cosas nuevas. No hay que ser nostálgico.

—O sea, que sus hijos no salen por los mismos sitios…

C. R.: Por supuesto que no. ¿Sabes lo que vale ahora una cerveza en Malasaña?

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