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El canasto de cerezas

EN España existen muchas leyes que no se cumplen, lo que sugiere que al menos algunas de ellas resultan prescindibles, además de que el Estado carece de capacidad para ejecutarlas. En todo caso, en este panorama de frecuentes limbos legales no parece dramático que haya transcurrido el plazo marcado por el Estatuto de Cataluña para fijar un nuevo marco de financiación autonómica. Ciertamente el Estatuto es una ley orgánica, pero por una parte está pendiente de recurso de constitucionalidad, y por la otra es racionalmente discutible que una norma de aplicación territorial parcial deba repercutir de forma decisiva en comunidades a las que no afecta. La clase política catalana ha entrado en cólera por la falta de acuerdo financiero, pero da la sensación de que en el resto de España, con la gente entregada a las vacaciones, sus prisas mueven poco entusiasmo. Hay pocas perras y muchas manos, y si se altera el reparto algunos tendrán que perder para que otros salgan ganando. Así que mientras a Solbes no se le ocurra algo -y no está el hombre para muchos inventos, y menos para milagros- conviene aplicar aquella máxima de Pío Cabanillas (padre): lo más urgente es esperar.

Ya Felipe González, tan pragmático, advirtió que era mal momento para modificar el sistema. Los asuntos de dinero es mejor discutirlos cuando sobra, que el refranero dice que donde no hay harina todo es mohína. Por añadidura, si se cambia el método de asignación de recursos antes de que el Tribunal Constitucional falle sobre el Estatuto, se corre el riesgo de que la sentencia, por benévola que sea, pronuncie algún reparo sobre ese conceptillo de la bilateralidad, que consiste en que Cataluña se entienda de tú a tú con el Estado: comer aparte para comer más, como decía Bono. Claro que ésa es precisamente la razón por la que los dirigentes catalanes meten tanta bulla; temen que cuando el TC abandone su larguísima deliberación rebaje las pretensiones de sacar más tajada. Quieren el pájaro en la mano, y lo quieren ya.

Todo lo que concierne al Estatuto catalán se ha convertido en un monumental quebradero de cabeza, que persigue a un Zapatero empeñado en ir regateando los problemas que él mismo creó, de manera gratuita, al dar curso a aquel proyecto iluminado de febril nacionalismo bilateralista. El hilo está tan enredado que al Gobierno sólo le queda la salida dilatoria de ganar tiempo, aunque tampoco tiene mucho porque para aprobar los presupuestos del 2009 va a necesitar a los diputados catalanes, incluyendo a los suyos, y están en estado de cabreo. El panorama lo podría despejar el Constitucional, pero también está bloqueado. Se trata de un embrollo fenomenal, propio de una manera improvisada e irresponsable de hacer política que va generando complicaciones en espiral, abrazadas como cerezas en un canasto. Ahora ha tenido que saltarse como mal menor la ley que él mismo impulsó para zafarse de otro compromiso imprudente. Este hombre va por ahí armando tales líos que consigue un efecto paradójico: todo va mucho mejor cuando no cumple su palabra.

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