Recuerdos de la nevada entre el Covid y la pala de Pablo Casado
El periodista Luis Herrero repasa su estancia hospitalaria tras haber dado positivo por coronavirus poco después de la festividad de Reyes
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Iniciar sesiónHace unos días, el periodista Toni Montesinos me envió a casa el cuestionario estándar con el que suele saludar en su blog «Alma en palabras» a algunos autores que están de promoción. Se trata, según me explicó, de la entrevista que Truman Capote se hizo ... a sí mismo en 1972 para ahorrarse la fatiga de tener que escribir su autobiografía. En mi caso debía servir para dar a conocer el lanzamiento de una novela que antes de llegar a las librerías ya se ha quedado varada en medio de la peor tormenta de nieve de los últimos cincuenta años.
Por si sirve de algo diré que se denomina «Donde el mundo se acaba», un título demasiado crepuscular que ahora se me antoja un desafío temerario al destino. La última pregunta del cuestionario, la número 22, era la siguiente: «Imagínese que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?» . Me paré a pensar. Era una elección difícil. La primera tentación fue la de rebuscar entre los momentos más felices de mi vida, pero luego pensé que no era una buena idea. Aferrarte a la felicidad de la existencia terrenal, cuando estás en trance de perderla, tiene que ser un modo bastante masoquista de endurecer el último tránsito. Me pareció más inteligente acogerme a aquellas que pudieran ayudarme a conseguir que san Pedro me franqueara las puertas del cielo, así que decidí elegir las imágenes de los momentos en que he sido útil a los demás . Luego me dio tanto vértigo la idea de no encontrar los suficientes para merecer un juicio benévolo del Sumo Hacedor que decidí no concretar la respuesta y la dejé en un genérico «las imágenes de aquellos momentos en los que he sido útil a los demás», sin adentrarme en más detalles.
Al día siguiente me enteré de que había pillado el Covid .
Cuarenta y ocho horas más tarde me ingresaron en el hospital con insuficiencia respiratoria. La lotería del coronavirus había tenido a bien regalarme un décimo de su macabro sorteo y lo único que faltaba por saber era la cuantía del premio.
A la espera de salir de dudas, cuando me quitaron el oxígeno para ver si los niveles de saturación se mantenían en unos parámetros espontáneos medianamente aceptables, comprendí que aquella iba a ser una lucha sin cuartel entre el puto bicho y mi capacidad de resistencia . Me daba mucha tranquilidad saber que estaba en buenas manos, parapetado en una trinchera hospitalaria de primer nivel, pero sabía que mi enemigo se las había ingeniado millones de veces en el último año para devastar defensas terapéuticas tan buenas como la mía.
En ese trance regresé a la consideración de los momentos en los que he podido ser útil a los demás. Me seguía preocupando el hecho de que fueran muy pocos y rápidamente formulé el propósito de aumentar su producción antes de que fuera demasiado tarde.
Las dudas sobre qué hacer
Por lo que pudiera pasar en las horas siguientes urgía comenzar a hacerlo cuanto antes. ¿Pero qué podía hacer yo de utilidad mientras la enfermedad deshojaba la margarita de mi futuro inmediato? ¡Escribir de política, no! Si lo hiciera conseguiría justo lo contrario de lo que andaba buscando. Tengo claro que nada es menos útil a los demás que dar el coñazo ¿Tal vez escribir sobre mi experiencia personal desde que me ingresaron en el hospital? Reconozco que se trata de una opción arriesgada, pero confieso humildemente que no se me ocurre otra cosa. Pido perdón por anticipado si el experimento sale mal. Les imploro desde el lecho de la incertidumbre que no me lo tengan en cuenta.
El Covid, como ya sabemos, es un virus misterioso. Los expertos aún se rascan la cabeza tratando de averiguar por qué se comporta de manera tan disímil entre los seres humanos. A algunos los abandona sin dejar rastro y a otros los tritura hasta arrebatarles la vida. Aún no han descubierto cuál es el factor, genético o metabólico, que marca la diferencia.
Tampoco juega limpio durante su evolución. Como todos los canallas revirados que conozco busca el engaño para salirse con la suya sin levantar sospechas . Puede hacerte creer que está en franca retirada mientras aguarda detrás de una falsa benevolencia el momento de asestar un terrible zarpazo. Hay pacientes que se sienten a salvo, después de una aparente mejoría inicial, y luego entran en barrena, entre el séptimo y el décimo día de enfermedad, sin previo aviso. Creo que a ese empeoramiento súbito se le conoce con el sobrenombre de bomba inflamatoria.
Los médicos saben de qué va. Tal vez por eso ponen cara de póquer cada vez que entran en la habitación a informar de tu estado clínico. Ni venden brotes verdes ni practican el innoble ejercicio del sanchismo complaciente. Hoy -te dicen- la situación es la que es (mejor o peor), y mañana ya veremos cómo evoluciona . No se dejan llevar por el estúpido buenismo de creer que el optimismo voluntarista salva vidas. Eso es cosa de la política -de la mala política, quiero decir-, que siempre se dará de leches con el rigor de una gestión sensata.
En el hospital donde estoy ingresado en Madrid, la Clínica Universitaria de Navarra, no venden humo. Y eso es, justamente, lo más tranquilizador después de todo. Se trata de saber que estás en buenas manos, no de que su dueño sea capaz de hacer virguerías con las palabras. No hay logoterapia capaz de acabar con el SARS-CoV2. Aquí saben lo que se hacen. He visto a decenas de profesionales admirables (casi todo mujeres, por cierto, en una proporción de diez a uno) haciendo su trabajo con una pericia impropia de gente tan joven.
Las enfermeras trasladan tanto aplomo cuando entran en la habitación, embutidas en EPI de color verde, que en cuanto te preguntan cómo te encuentras te abres en canal y les explicas con todo lujo de detalles, como si cada matiz del relato contuviera una aportación informativa trascendental para calibrar el proceso infeccioso, la sintomatología de todos tus alifafes. El momento más duro es cuando entra una chica joven -sabes que es joven por el tono de su voz y la viveza de sus pupilas- y te pregunta con voz de confidente paraguayo:
-¿Ha hecho alguna deposición?
«Sí», «no», «está al caer»... El tono de la respuesta depende de lo desprevenido que te pille el interrogatorio. Al tercer día, la presión es máxima. Responder que no dos veces seguidas equivale a reconocer que algo no funciona bien en tu organismo y la congoja acaba cerrando cualquier resquicio intestinal por el que aliviar el atasco.
El valor entendido, que nadie explicita pero que cuelga del ambiente como una espada de Damocles, es que todo se puede estropear en cualquier momento. La idea de lo efímero adquiere entonces un significado nuevo. La vigencia de cualquier buena noticia tiene una fecha de caducidad inmediata. El mundo exterior se confabula para que esa idea de lo contingente, la pulsión de fragilidad que mantiene encendida la llama de la vela, coloque en tu ánimo los anteojos para ver de cerca. Enseguida aprendes a mirar a bulto, como una sombra difuminada, lo que sucede a más de dos metros de lo único que importa. Al otro lado del espejo solo cuenta lo que eres, no lo que los demás piensan que eres, ni lo que tienes, y menos todavía lo que podrías haber llegado a ser de haber sabido utilizar los pertrechos que la vida te puso en la mochila.
El ruido del cotorreo
Los chats de grupo de WhatsApp hacen un ruido espantoso y acarrean sin parar noticias del activismo febril de personas que se aburren muchísimo. Si tienes la desgracia de estar agregado a uno de esos círculos de cotorreo incesante, aprendes a distinguir en un abrir y cerrar de ojos la diferencia que existe entre oír y escuchar. La vida gregaria es insufrible, y en la medida en que sepulta en un eco multitudinario trivial y atronador la ausencia de un mundo propio, traslada una visión bastante anodina de las inquietudes que hacen reír a los SARS-CoV2 negativos. No hay ningún componente personal, individual o íntimo -y por lo tanto interesante- en las carcajadas que intercambian a la luz de los enfermos los hombres sanos.
A algunos de ellos la gran nevada les hizo levitar de gozo. Mientras el espectáculo era manso y algodonoso festejaron el temporal con cabriolas de renos adolescentes. Alguno de ellos acabó en urgencias de Traumatología horas más tarde, cuando el níveo manto blanquecino se convirtió en un bloque de hielo con los pies de barro. En numerosas ocasiones, de la risa al llanto hay solo un resbalón, o un aerosol cargado de coronavirus. También la nieve era una buena nueva con fecha de caducidad inmediata.
Las medallas autoimpuestas
Por eso se apresuraron unos y otros, gobernantes y opositores, a asomarse al escaparate de las medallas autoimpuestas . Hubo quien, como Sánchez, lo hizo tres días más tarde, cuando España ya se había quedado sin sal y saltaba a la luz -a la más cara de la historia, por cierto- que las Administraciones Públicas habían vuelto a dejar a los ciudadanos desprotegidos ante el infortunio.
La desfachatez del presidente del Gobierno es digna de un perfecto mamarracho. También hubo quien, como Casado, salió a fotografiarse con una pala en la mano dispuesto a remover los montoncitos de hielo de un lado a otro, con un garbo propio de jornalero vestido de Emilio Tucci, para dar una impresión de utilidad que, desde luego, resultó utilísima para demostrar que por ese camino no iba a encontrarla. La pardillez del presidente del PP es propia de un eral con ínfulas de cinqueño.
En la cama del hospital, ver a Sánchez y a Casado no son terapias recomendables para hacer musculatura anti-Covid. Tampoco lo es ver al piafante Mariano y al amigo Lucas tratando de vitaminar a un Madrid que ha encontrado en Zidane al filósofo del más absurdo todavía. Menos mal que a los madridistas, en particular, y a los españoles, en general, las cagadas de sus jerarcas no les pillan desprevenidos . Todos saben que, al final, las grandes victorias se logran a pesar de ellos. Es entre la gente próxima, en el afecto forjado en la misma trinchera, donde encuentras el consuelo que te permite pensar que tal vez no haya sido una vida completamente inútil la que merece, cuando titubea, el jaleo de unos cuantos.
Agradezco a todos los amigos que se han enterado de mi situación los mensajes de ánimo que me han hecho llegar, y a los que no se han enterado, los que seguramente me hubieran enviado de haberlo sabido. También a los que no han sabido, o no han podido, o no han querido materializarlos. Las palabras rara vez son lo más importante.
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