Reloj de arena
Manuel Ávila Romero, el hombre que paró a El Cordobés
Tenía buen humor, trabajaba sin mirar el reloj, sabía escuchar, era cercano y se autoexigía con la misma rigurosidad que un motor de la Hispano Suiza
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Iniciar sesiónHijo de los años duros de la posguerra, sobreviviente en una Sevilla en blanco y negro, empezó a rozarse con la vida desde muy pequeño, entendiendo pronto que lo que era un regalo para unos pocos para él entrañaba la obligada dirección del esfuerzo, el ... trabajo y el sacrificio. En una Alameda de madrugones de coñac sin marca, con señoritas de Aviñón de bajo costo y flamencos de voces cubistas y rotas, empezó a trabajar en un quiosco de agua con su padre. Dicen que tuvo buena voz. Tanto que probó a acceder al grupo celestial de los Seises . Pero en casa se necesitaba su ayuda. Y con pelusas en el bigote fue pasando por ambigús cinematográficos, barras de bares y terrazas tan amplias y luminosas como la del Líbano. Allí, Manolo Ávila no solo conoció a José Luis y su guitarra y a Machín . También conoció a la que sería su futura esposa, Paquita, la heladera de sonrisa de tutifruti de aquella terraza amplia, concurrida y feliz. Manolo Ávila estaba en posesión de facultades para triunfar en una España que no daba muchas oportunidades. Tenía buen humor, trabajaba sin mirar el reloj, sabía escuchar, era cercano y se autoexigía con la misma rigurosidad que un motor de la Hispano Suiza. Se quedó con el molde del negocio hostelero y esperó a dar el salto de su vida a una cafetería de corte y nombre de pato americano: Donald . Antes pasó por la Hostería del Laurel, donde Manuel Ferrand , José María Requena , Julio Manuel de la Rosa , Manuel Barrios y los narraluces solían confabularse en tertulias literarias para arreglar el mundo y darle al suyo el aire fresco de la libertad de expresión... en petit comité.
El Donald se lo compró a un policía de la Secreta, en el año 1975, para convertirlo en el hostelero de fama y reconocimiento que tuvo Sevilla a dos pasos de la emisora de la Ser y a tres naranjazos del hotel Colón, lugar de estancia de toreros y futbolistas. Así que el pato Donald dejó de gansear para convertirse en un reverbero de famosos, artistas, periodistas, críticos y estrellas del momento. No era en absoluto novedoso ver al empresario taurino Manuel Chopera cerrar en una de las mesas del Donald los contratos de la Feria de San Isidro. Y al propio Manolo Ávila cortar orejas en una faena de difícil desenvolvimiento con Manuel Benítez El Cordobés . Llegó el dueño del mundo del toro de la época con una troupe de veinte personas. El restaurante estaba, como era recurrente en Feria, al completo. Y El Cordobés tiró de la de Ubrique y le puso en la mano al hostelero un taco gordo de la época si conseguía levantar las mesas oportunas para hacerle sitio a su compaña. Manolo le dijo que aquello ni era posible ni era profesional hacerlo . Benítez, que se había forjado su leyenda a vida o muerte, no paró en barras y se indignó con la respuesta. Pero el hombre que hizo famoso el salto de la rana echó sapos y culebras por la boca cuando se enteró de que en una de aquellas mesas comía, plácida y opíparamente, el señor Chopera. Al parecer, eran tan incompatibles como el agua y los gatos.
Por el Donald, que había abandonado su estética yanqui para enfundar sus paredes con fotos de toreros, cantaores, coplistas y actrices de cine, desfilaba El Loco de la Colina disfrazado de Loco de la Colina. Esto es: pantalones bombachos, botas con los cordones sueltos, fulares al cuello con más vueltas que un sacacorchos y una tempestad de divismo marca de la casa en el aura de su pelazo. En cierta ocasión, un camarero del Donald le llevó hasta el estudio de la Ser, el que le hicieron a su gusto con fuente cantarina y piano de cola, unas bebidas de noche. No, no eran ni tisanas ni infusiones. Eran vasos largos de alambicada liquidez. Entrevistaba el Loco al escritor, dramaturgo y cineasta Fernando Arrabal , que estaba sobrado de coñac y rebosante de cariño. El chico que llevó las bebidas regresó al Donald para contar lo visto entre los cabales: «Arrabal le ha dado un beso en el boquino al Loco, al que pilló bajo de defensas...» El pico también se lo calentaba en el restaurante un exquisito extremo artesanal del equipo de la Palmera, don Antonio Benítez , o Jerez jugando al fútbol. Tras el almuerzo, pedía siempre lo mismo: Kentucky con Seven Up. Pero le rogaba al camarero que dejase, por favor, la botella del refresco sobre la mesa, para tangarse y despistar a los malintencionados, que podían afearle que un futbolista de su talla le diera al agua de fuego en público.
Cuando José María García , el hombre al que el butano debería levantarle una estatua por su promoción, pasaba por la Ser, el Donald comprendía lo que era el poder mediático. Más de un director de la radio de González Abreu no solo se le cuadraba, sino que le iba por tabaco y por copas si lo necesitaba. La estrella jornalera que alimentó el mito del campo para quien lo ocupa y no lo paga, su majestad republicana Sánchez Gordillo , también necesitaba al Donald. Sobre todo, para compensar sus improbables huelgas de hambre que, en el restaurante de Manolo Ávila, recuperaba con menudo con garbanzos, espinacas y carne con tomate. Pero la mejor carne que entró en aquella casa la llevaba puesta la actriz del destape de la época, Carmen Platero , una exfuncionaria de Información y Turismo que vio en el cine del alivio y el jadeo un lugar de trabajo más placentero que el de una administrativa ministerial. Carmen llegó primaveral, fresca, lozana, con una camisa celeste transparente y haciendo visible el repicar triunfal de su campanario. Se sentó en la barra, cerca del chico de la caja registradora, al que hubo que cambiar de sitio por un estrabismo visual repentino. Manuel Ávila se nos fue hace tiempo. Y con él, aquel profesional cercano y autoexigente que se negó a darle de comer al Cordobés por fidelidad a su clientela.
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