Reloj de arena
José Antonio Garmendia: Da Vinci por la Alfalfa
En la taberna del Traga, se acuerda de su admirado Quevedo y nos acerca a la picardía, a los bufones, a los heterodoxos, a los majaretas y a una Sevilla cercana al Siglo de Oro
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Iniciar sesiónBuceaba tanto en los tintos de casa Morales , con agua del grifo o helado con nieve, que a Garmendia se le estaba poniendo la misma cara que al señor que publicitaba el cartel de Centenario Terry que cuelga en la taberna. ... Un cartel con aire añoso y vintage. Pero que guardaba un razonable parecido físico con el maestro. Cuando se fue Garmendia no es que se muriera algo en el alma de Sevilla. Es que cerró, chirrín chirrán, la persiana del local donde se desarrolló toda una época. La misma que él supo contarnos en la radio del Loco y de Carlos Herrera , en los más de veinte libros que escribió, en el humor gráfico que firmó, en las barras de las tabernas donde escribió a boli para darles a toda la tasquería que frecuentaba, desde La Alfalfa a la vieja calle de la Mar, más prestigio que el café Gijón de los madriles y los personajes de Cela. Tenía Garmendia un pronto hosco y tremebundo, donde las palabras resbalaban en cascadas tronantes por su luenga barba, para darte cuenta con el tiempo que tras aquel físico entre Da Vinci y fray Leopoldo de Alpandeire se escondía un corazón tierno, un humor vitriólico y un sentido crítico mordaz. Beligerante con la injusticia social, en el Correo de Andalucía firmó una viñeta de trazo vertical inolvidable. Un millonetis de los de puro y sombrero de copa decía con cínica abnegación: «Perdón, Dios mío, pero llevo siempre tanto dinero en la cartera que apenas me noto los golpes de pecho».
Los golpes de Garmendia no eran, precisamente, de pecho. En una entrevista memorable que le hizo para este periódico José María Arenzana , se apuntó uno que ni el as de bastos lo alcanza. «De lo que más abomino en la vida es de la hipocresía, de las lentejas y de Karina». Se quedó tan pancho como cuando, ejerciendo de agrimensor de los límites de la ciudad que vivía, se ufanaba de no haber pisado jamás ni Sevilla Este ni la Barzola. «Me muevo entre la Alfalfa y el Arenal. La otra Sevilla ni la conozco». Pero aquella Sevilla que se movía en los límites de la guasa, la pincelada, la voltereta y el cachondeo más serio la trataba con tanta confianza que escribió, a través de los personajes que conoció en directo, la crónica de su tiempo. De un tiempo que se iba a manos llenas por los sumideros de las calles de adoquines y las tascas y que dejó escrita para los restos en su libro 'La Taberna del Traga' . Lo prologó Antonio Burgos . Cómo no será el libro, descatalogado y que pide a gritos una reedición, que Burgos le escribió: «Garmendia, mamón, qué pedazo de libro has escrito». Con algunos de los personajes de aquel libro nos citaremos al final de este reloj porque no referirlos resulta inexcusable. A Garmendia lo conocí en radio América, con su programa de música culta en la que tatareaba sinfonías, polcas y danzas húngaras. Con Amós Rodríguez Rey , otro inmortal al que le dedicamos la fugaz eternidad de un Reloj de la casa, retransmitían una Semana Santa que siempre estuvo bajo sospecha para la ortodoxia de la calle San Gregorio. Paco Robles me recuerda aquel Miércoles Santo por la Alfalfa con Garmendia al micrófono doliéndose en el costado de su alma por el Cristo de la Sed. La gente jaraneaba en los bares. El Cristo en la calle. Y a Garmendia le salió del alma un quejío: «Lo han dejado solo». En la calle Conteros 7, primero derecha, José Antonio disfrutó de los pregones paralelos en clave de humor que se daban en Cuaresma en aquella casa a la que denominan 'La caseta Dolorosa'. La casa goza con balcones a la calle de la Cuesta del Bacalao, normativa interna y estricta observancia de los centímetros cuadrados de balcón que corresponden a cada socio. Con Amós protagonizó momentos cumbres que habría que rescatar de la cárcel oscura del tiempo. En el entierro de un amigo común, al que incineraban, Amós le dijo a José Antonio que a él le gustaría que le hicieran lo mismo llegado el momento. Garmendia, serio y en clave de Banco de España, le dijo: «Amós, eso sale caro». Y el hermano del Beni contestó preguntándole: «¿Y si me dan solo vuelta y vuelta…?».
Pero de vuelta al ruedo es ese libro que le prologó Burgos y que es la crónica de la muerte anunciada de una Sevilla que se puso muy malita cuando los tiempos cambiaron. En la taberna del Traga, Garmendia se acuerda de su admirado Quevedo y nos acerca a la picardía, a los bufones, a los heterodoxos, a los majaretas y a una Sevilla más consanguínea con las gradas del siglo de Oro que con la que llamaba con los nudillos en el postigo del aceite en nombre de la modernidad. Y nos presenta al Brillantina, que se murió en inglés; al Traga , que por ser patizambo decía que andaba entre paréntesis; a Beni Garret, un vocalista que solo cantó en público una vez; al Loqui de Triana , que le decía al señorito que lo acababa de patear que le diera otra porque le había sabido a poco; a Joseliqu i , que despreciaba al Pesetita porque no pedía cinco duros; a Enrique El Cojo , que en la Feria pisó a uno con su bota ortopédica y lo hirieron con la guasa: «Maestro, ¿dónde va usted con la cómoda?»; al Garbancito , al Piripi , al Vinagre , al Sanlúcar … Toda la aristocracia de sangre con tomate de una corte que vivía de milagro. Solo por ese libro, Garmendia debería tener altar en la catedral del ingenio. Ese ingenio que derramaba en sus intervenciones en el programa de Carlos Herrera en Onda Cero, donde el líder le preguntó una vez qué es lo que más le había gustado de un viaje a Nueva York. Y le contestó con la chispa del tinto de casa Morales: «Venirme para Sevilla». Una Sevilla que lo vio siempre como a un Da Vinci entre la Alfalfa y el Arenal…
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