Una historia de Sevilla... de verano
Adriano, el emperador hispano que soñó en griego desde Itálica
En este artículo exploramos el vínculo entre Itálica y Atenas a través de la arquitectura, el poder y la memoria del emperador italicense
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Iniciar sesiónProveniente de la Bética pero fascinado por la Grecia clásica, el emperador Adriano dejó en su ciudad oriunda —Itálica— uno de los complejos arquitectónicos más ambiciosos del mundo romano: el Traianeum, el templo al Divino Trajano. Años después, en su adorada Atenas, mandó construir ... una biblioteca monumental cuya planta reproduce casi al milímetro el diseño del foro adriáneo itálico. ¿Se inspiró en su tierra para levantar uno de los edificios más singulares de Grecia?
Adriano, emperador hispano, oriundo de la Bética
La tradición sostiene que Publio Elio Adriano nació el 24 de enero del año 76 d.C., probablemente en Itálica, la ciudad romana situada en la actual Santiponce, a orillas del Guadalquivir. Aunque algunas fuentes antiguas, como la Historia Augusta, señalan a Roma como lugar de nacimiento, todos los indicios apuntan a la ciudad bética como su origen familiar (Vita Hadriani, 1.3). De hecho, tanto su padre como su tío abuelo —el emperador Trajano— procedían de Itálica, y él mismo se consideró siempre hispano de raíz, siendo su madre natural de la ciudad de Gades. Padre sevillano y madre gaditana.
Nos cuenta el relato de Elio Esparciano, en el Vita Hadriani (2.2–2.4), que el joven Adriano pasó parte de su adolescencia en su pequeña Itálica, formándose entre libros, instrucción militar y los ecos aún vivos de la gloria familiar. Fue en torno al año 90 d.C., con catorce años, cuando regresó a la patria de sus antepasados para completar su educación. Ingresó en el collegium iuvenum, el cuerpo juvenil de formación cívico-militar, y compartió la vida cotidiana con la aristocracia local. Sin embargo, se entregó en exceso a la caza, lo que provocó que Trajano —ya figura destacada en Roma— lo hiciera regresar a la capital ese mismo otoño, tal y como nos cuenta Elio Esparciano, su gran biógrafo. Esta estancia, aunque breve, marcó profundamente su identidad: aprendió el valor del deber, la importancia del origen y el peso simbólico de la patria y las raíces.
Adriano fue adoptado por Trajano en los últimos días de su vida y, tras una disputada sucesión, se convirtió en emperador en el año 117. Hombre cultivado, políglota, amante de las artes, la filosofía y la arquitectura, encarnó como pocos la fusión de Oriente y Occidente, de tradición y cosmopolitismo. Su reinado fue el de un emperador que prefirió consolidar las fronteras antes que ampliarlas, gobernar desde la cultura y la presencia, más que desde la expansión. Comenzaba así uno de los reinados más singulares del Imperio: el de un hombre que no necesitaba conquistar nuevos territorios para dejar huella, sino construir belleza, reconciliar tradición con pensamiento y proyectar armonía en el mundo romano.
Y lo haría sin olvidar jamás su raíz: la vieja Itálica, donde plantaría los cimientos de uno de sus proyectos imperiales más íntimos y más simbólicos. Allí donde había sido adolescente —y reprendió la pasión por la caza— levantaría más tarde uno de los conjuntos arquitectónicos más ambiciosos de toda Hispania, en honor no solo a Trajano, sino a su propio linaje y a una idea de Imperio nacida, paradójicamente, en los márgenes.
El emperador sevillano que se dejó barba y quiso ser griego
Pocos emperadores encarnaron con tanta coherencia la unión de Roma y Grecia como Adriano. Desde joven se sintió fascinado por el legado helénico, al punto de que en su entorno se referían a él —no sin cierta ironía— como Graeculus, «el grieguecillo». No era un apodo despectivo, sino el reflejo de una pasión profunda por la lengua, la filosofía, el arte y la estética clásica griega, que marcaría toda su vida y su forma de gobernar.
Durante su reinado, Adriano convirtió su admiración por la cultura griega en una auténtica política de Estado. Recorrió las antiguas ciudades del mundo helénico, promovió restauraciones, financió templos y teatros, y apoyó a filósofos y poetas. Su proyecto más ambicioso fue la fundación del Panhellenion, una liga que agrupaba simbólicamente a las ciudades griegas bajo la autoridad espiritual del emperador. Con sede en Atenas, esta institución pretendía revivir la antigua unidad del helenismo, articulando religión, culto imperial y tradición cívica.
Pero la relación de Adriano con Grecia no fue solo política o estética: fue personal, casi mística. Allí encontró el ideal de equilibrio entre poder y sabiduría, entre belleza y medida, que trató de proyectar en cada obra que impulsó. Su imagen misma —dejando atrás la tradición del rostro afeitado y adoptando la barba filosófica de los sabios griegos— hablaba de una identidad cultivada y deliberadamente helenizante. Si Trajano fue el emperador soldado, militar y estratega, Adriano quiso ser el emperador filósofo, poeta y arquitecto.
Y entre todas las ciudades del mundo, Atenas fue para él la Roma del espíritu, el lugar donde quiso ser recordado, y donde dejó algunas de sus construcciones más emblemáticas: la monumental finalización del Templo de Zeus Olímpico, el Arco de Trajano, fuentes y, sobre todo, la majestuosa Biblioteca de Adriano, símbolo de su amor por el saber y de su voluntad de dejar en piedra su legado intelectual.
El Traianeum de Itálica: mármol para el Divino Trajano
Itálica se convirtió bajo Adriano en algo más que su ciudad natal: fue el escenario de su gloria, su homenaje íntimo y público a un linaje que quería inmortalizar. Allí, donde había crecido entre los ecos de su familia, proyectó una nueva ciudad —la Nova Urbs— (que se corresponde con el actual conjunto arqueológico) con calles ortogonales, grandes domus, termas, un foro monumental, el gran anfiteatro… y en el punto exacto donde se cruzaban el cardo y el decumano de la nueva trama urbana, levantó su templo más simbólico: el Traianeum.
Fue la catedrática Pilar León, de la Universidad de Sevilla, quien lo identificó y excavó en los años ochenta. El santuario, de dimensiones colosales y que se halló completamente arrasado y expoliado, estaba dedicado al Divino Trajano, su tío segundo y padre adoptivo, deificado por Adriano tras su muerte. En su interior presidía una escultura sedente gigantesca del emperador, probablemente en actitud majestuosa. Hoy se conserva en el Museo Arqueológico de Sevilla un enorme antebrazo de mármol, que podría haber pertenecido a aquella estatua. De confirmarse, sería uno de los fragmentos escultóricos más conmovedores de la iconografía imperial hispana. Del severísimo estado de expolio en el que se halló confirma la riqueza material exuberante que debió tener esta construcción, posiblemente la más ostentosa de todo el sur de Hispania.
El edificio estaba íntegramente cubierto de mármol blanco, incluido el tejado, cuyas tejas e ímbrices fueron también talladas en piedra importada desde Luni. Para sostener semejante peso, se construyó una plataforma artificial con cimentaciones ciclópeas y un complejo sistema de drenaje. Su ubicación elevada y monumental lo convertía en el edificio más alto y visible de la Nova Urbs, dominando el paisaje desde la propia Hispalis. Quienes ascendían desde el río Baetis verían recortarse en el cielo la silueta de un templo blanco, brillante, consagrado a un dios romano nacido en la Bética: el Divino Trajano.
Pero el Traianeum no era solo un templo: era un manifiesto político y familiar. Adriano no solo legitimaba su poder al honrar a su antecesor, sino que también legitimaba a su tierra como cuna de Trajano y de sus ancestros, como cuna de emperadores. En mármol, en altura, en forma y función, el mensaje era rotundo: Roma también empieza aquí, en la patria de mis antepasados.
El edificio ateniense que se inspira en Itálica: la Biblioteca de Adriano
En pleno corazón de Atenas, a los pies de la Acrópolis y junto a las ágoras, aún se alzan los restos majestuosos de la Biblioteca de Adriano, inaugurada en el año 132 d.C. Su planta cuadrada con patio central porticado, exedras en los extremos y columnatas monumentales no es casual: quienes conocen Itálica reconocen de inmediato la huella de un modelo previo. Aquella biblioteca griega parece inspirarse directamente en el Traianeum de Itálica, el templo que Adriano había erigido en honor a Trajano en su tierra natal.
Ambos edificios compartían una estructura escenográfica, con fachadas flanqueadas por columnas corintias y una distribución pensada para impresionar más allá de lo funcional. En Atenas, ese modelo no se usó para un templo, sino para una biblioteca, símbolo del saber, del pensamiento y del poder cultivado. Templo de ese conocimiento que Adriano amaba y que Grecia y especialmente Atenas representaba mejor que ninguna otra ciudad en el mundo.
No se trataba solo de replicar una forma, sino de exportar una idea: así como había querido que Roma mirase a la Bética con la ampliación de Itálica, ahora era Grecia la que replicaba a Itálica. Y lo hizo en mármol, posiblemente en la ciudad que más amaba. Una forma de cerrar el círculo. O de dejar constancia, piedra sobre piedra, de que el mundo -o más bien su mundo- comenzaba en Itálica y acababa en Atenas.
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