Crítica de 'Los Fabelman': Cuando Spielberg encontró el Santo Grial del cine
Sobra decir que la pantalla está siempre llena, que todo es sólido y conmovedor en una dosis justa, como lo triste y lo alegre, que todo es suyo, de Spielberg, y algo nuestro, y que las imágenes saben producir esa musiquilla con vaho que solo se oye dentro
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Iniciar sesiónQué gran suerte la de un director de cine y tener memoria y músculo para recrear su infancia, su adolescencia, sus primeras impresiones y contactos con la vida, con el cine, con sus descubrimientos sobre él, su familia…, poder entender, honrar, a sus padres y ... darles vida en su cabeza y en su puesta en escena…, poder realizar ese milagro de mirar, sentir, en la pantalla la primera vez que fue con ellos al cine, y así es como comienza su relato Spielberg, en la cola de 'El espectáculo más grande del mundo' y por esa puerta (ya sin salida) a la maravilla, magia y fascinación de un niño ante eso que se le meterá dentro casi como una enfermedad.
Y qué gran suerte la de ser Spielberg y poder narrar todo esto con plenitud de facultades, técnicas, mentales, sentimentales y afectivas, con la mirada limpia (o al menos adulta) a la exposición de sus peores momentos y frustraciones, como la separación de sus padres, el ‘bullying’ en el colegio, el antisemitismo, el torpe encuentro con el amor…, y siempre ahí, con él, el tomavistas que le da fuerza y autoridad para cambiar el mundo, para extraerle una verdad que no siempre es cómoda.
Esa es una de las claves de esta película, el cine como evidencia: a la verdad que no pueden llegar los ojos, llega la cámara, y es deslumbrante el oscuro episodio familiar –los sentimientos del mundo adulto, sus padres y el tío Bennie– que descubre no a través de su mirada sino a la de la cámara (algo parecido a lo que ya hizo José Luis Guerín en la genial ‘Tren de sombras’), que le revela secretos arrebatados a lo cotidiano de cualquier día.
La otra clave es resolver sus decepciones con honra, con homenaje, a sus padres, un hombre ensimismado, al borde de lo genial, bondadoso, ingenuo y honesto, y una mujer artística, poética, deslavazada sentimentalmente y amantísima; personajes que interpretan en su profunda complejidad y con enorme esponjosidad de sentimientos Paul Dano y Michelle Williams . Y bien aderezado por ese entorno judío (con algo a lo Woody Allen) de tíos, abuelas, excentricidades, pullas y celebraciones. El momento del tío Boris (Judd Hirsch) es gracioso y revelador… Casi se puede rastrear el cine posterior de Spielberg en todo ese revuelo de momentos, sensaciones, crisis y recreos familiares.
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Más claves: la mirada del –o hacia el– protagonista, Sammy, de niño interpretado por Mateo Zoryan y de joven por Gabriel LaBelle , es mágica y duplicada, y el cómo ve la vida y el cómo la ve su cámara es una de la maravillas de la película, que se traduce en la pantalla por el juego de rodaje y montaje, en pequeños sucesos reales y su traducción posterior, es decir la cámara de Spielberg y las filmaciones de Sammy, como la fiesta del colegio y esa declaración del poder del cine para convertir la vida en algo extraordinario, revelador, poderosísimo.
Y ya no es una clave, sino una certeza, una confesión, la de irse encontrando a sí mismo en el horizonte de una pantalla y en las palabras bruscas pero tal vez afables de un viejo director con un parche en el ojo y detrás de un puro. Sobra decir que la pantalla está siempre llena, que todo es sólido y conmovedor en una dosis justa, como lo triste y lo alegre, que todo es suyo, de Spielberg, y algo nuestro, y que las imágenes saben producir esa musiquilla con vaho que solo se oye dentro.
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